<Al llegar a la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo nacido de mujer> (Ga 4, 4). Para el Papa San Juan Pablo II,
la devoción mariana, la devoción hacia la figura de María, si se vive en total
plenitud puede ser una forma muy adecuada para ir hacia un redescubrimiento de
la belleza espiritual de la mujer, sentando las bases para el renacimiento de
una auténtica <teología> sobre ella, tanto desde el punto de vista
familiar, cómo también del social y cultural.
El culto mariano se funda en la admirable decisión divina de vincular para siempre, como recuerda el apóstol San Pablo, la identidad humana del Hijo de Dios a una mujer, María de Nazaret (Papa San Juan Pablo II. Catequesis del 15 de octubre de 1997)
Algunos años después durante el
Congreso Cristológico organizado por la Universidad Católica San Antonio de
Murcia (España) en el año 2002, interrogado el por entonces Cardenal Joseph Ratzinger sobre el papel de la
mujer en la Iglesia y en el campo de la teología, la respuesta de éste fue clara y muy ajustada a la realidad de la Iglesia (Nadar contra corriente. Ed.
A cargo de José Pedro Manglano. Planeta Testimonio S.A. 2011):
“El tema exigiría una discusión
larga. Es importante ver que, en todos los períodos de la Iglesia, la mujer ha
ocupado siempre un lugar muy grande e importante. Con Jesús estaban las
mujeres, con San Pablo y con los Apóstoles estaban las mujeres...
Son muy poco conocidas las hermanas de los grandes padres de la Iglesia, que eran muy importantes para estas personas y que nos ofrecieron sus testimonios.
Pensamos como la vida de San Jerónimo no se podría entender, sin esa gran contribución de mujeres que han aprendido hebreo y naturalmente griego con él, eran mujeres doctas… “
Se refiere aquí el futuro Santo Padre a aquellas
mujeres pertenecientes a la aristocracia romana como Paula, Marcela, Asela y
Lea, las cuales deseando seguir el camino de la santidad, escogieron a San Jerónimo
como guía espiritual y maestro.
En particular, Paula, mujer
generosa, colaboró para la construcción en Belén, de dos monasterios, uno de
hombres y otro de mujeres, así como una hospedería para los peregrinos que
viajaban a Tierra Santa.
En efecto, como seguía diciendo
el futuro Papa en el Congreso anteriormente mencionado: “Cada período de la
historia tiene un modo específico de contribución de la mujer. El ministerio
jerárquico dentro de la Iglesia está determinado por Cristo. La contribución de la mujer
pertenece al sector de la realización carismática de la Iglesia que no es menos
importante que la jerárquica, es mucho más pluriforme y exige mucha más
creatividad, y estoy convencido de que las mujeres de hoy tienen la creatividad
necesaria para ofrecer la contribución absolutamente necesaria de la mujer”
Por otra parte, refiriéndose concretamente a la Virgen María como Madre de la Iglesia en una entrevista realizada por el periodista Peter Seewald, al ya Papa Benedicto XVI, aseguraba que (Luz del mundo Ed. Herder S.L. 2010):
“La Virgen ha sido utilizada por
Dios a través de la historia como la luz a través de la cual Cristo nos conduce
hacia sí mismo…Hay que decir, pues, que existe
la historia de la fe. El Cardenal Newman lo ha expuesto. La fe se desarrolla y
eso influye también justamente en la entrada cada vez más fuerte de la
Santísima Virgen en el mundo como orientación para el camino, como luz de Dios,
como Madre por la que después podemos conocer también al Hijo y al Padre.
De este modo, Dios nos ha dado
signos, justamente en el siglo XX (Mensaje de Fátima), en nuestro racionalismo
y frente al poder de las dictaduras emergentes, Él nos muestra la humildad de la Madre, que se aparece a
niños pequeños y les dice lo esencial: Fe, Esperanza, Amor, Penitencia”
Los Padres de la Iglesia han
visto siempre a María como el arquetipo de los profetas cristianos y como punto
inicial de la línea profética en la historia de la
Iglesia. A esta línea pertenecen por derecho propio las hermanas y las madres de grandes santos, como por ejemplo santa Mónica, madre de san Agustín.
Santa Mónica nació en Tagaste (África) hacia el año 331, en el seno de una familia cristiana, pero siendo ella aún muy joven fue dada en matrimonio a un hombre pagano, llamado Patricio, con el que tuvo varios hijos. Uno de estos hijos llego, en su día, a ser santo y doctor de la Iglesia, san Agustín, aunque al principio no creía en Cristo y su Mensaje.
Todo fue obra del Espíritu Santo al que rezaba constantemente santa Mónica por él, para que se convirtiera al cristianismo. Fue una mujer de gran dulzura y enorme paciencia que tras años de sufrimientos sin fin, logró que su marido, también se convirtiera al cristianismo, y mantuvo a su familia unida.
Feliz porque Dios le había concedido lo que tanto había anhelado , las conversiones de su hijo y su marido, murió en Ostia en el año 387, poco tiempo después del bautismo de san Agustín. Fue un modelo de madre orante y estuvo llena de virtudes.
San Agustín gracias al milagro otorgado a su madre por Altísimo se convirtió al cristianismo dejando atrás su vida alocada e increyente. Fue durante la estancia en Roma, a la que san Agustín había llegado para mejorar sus estudios, cuando conoció a san Ambrosio, arzobispo de Milán, un hombre santo y sabio, bajo cuya influencia, con su madre y sus amigos, se retiró a Casiciaro, cerca de Milán, recibiendo poco después el bautismo.
Llegó a ser Obispo de Hipona y su obra literaria ha sido trascendental para la Iglesia. Cuanto dijo sobre la libertad, la gracia, el alma, el amor o el bien y el mal, es doctrina fundamental para todos los creyente.
Por su parte, san Ambrosio (nacido en Tréveris, ciudad alemana) debe a su santa
hermana el camino espiritual que recorrió en la vida. Huérfano de padre cuando era un niño, su madre se trasladó con toda su familia a Roma y ya siendo muy joven fue elegido gobernador de las provincias de Liguria y Emilia, impartiendo la justicia sin importarle las cualidades de las personas o su posición social.
Supo defender los derechos de la Iglesia y su actuación como pastor y padre (sacerdocio, y episcopado) fue inigualable, y también en este caso tuvo gran influencia la acción de una mujer santa de su familia. Y lo mismo vale para San Basilio y San Gregorio de Niza, así como para San Benito.
Sola y desolada por sus terribles perdidas oraba constantemente y recibió por ello pronto la ayuda del Señor. Escuchó una voz que le animaba a socorrer a los pobres y a los enfermos, que por entonces eran muchos, debido a la reciente catastro acaecida.
Vendió todos sus bienes y entregó el dinero a los más humildes, llevando a su propio hogar a los enfermos, donde los cuidaba sin descanso. Fue pronto conocida por sus obras de caridad y junto a otras mujeres formó una nueva congregación, las Oblatas de san Benito, que fue aprobada por el Papa Eugenio IV.
Después de ella vinieron otras muchas mujeres que dieron ejemplo de misericordia y santidad a toda la Iglesia de Cristo.
Con el consejo de san Francisco de Borja y san Pedro de Alcántara, tras gran oposición, pudo por fin fundar su primer convento. Siguió adelante y el Señor la ayudó mucho en su largo caminar por la senda de la verdad y del amor, fundando conventos allí por donde pasaba. Además era una gran teóloga por la gracia de Dios y escribió siempre pensando en el provecho de las almas de sus monjas libros muy importantes, como <Camino de perfección>, <Meditación sobre los Cantare> y el <El libro de las fundaciones>
Murió en Alba de Tormes en el año 1582 en olor de santidad.
Por otra parte, en la línea profética vinculada a las mujeres, han tenido gran importancia en la historia de la Iglesia, Santa Catalina de Siena y Santa Brígida de Suecia.
Ella evocando a María Magdalena, la amiga devota del Señor, desarrolló su gran labor intelectual en favor de la Iglesia; fue nombrada al igual que santa Teresa de Ávila, Doctora de la misma.
Sí, la Iglesia de Cristo crece en
la mujer, y le ha dado dentro y fuera de la misma el lugar que sin duda se
merece; pueden estar seguras de esto aquellas que reivindican los derechos de
la mujer y que se han alineado con los llamados <movimientos feministas>
los cuales tuvieron un valor interesante en el momento de su aparición, pues
consiguieron sensibilizar a la sociedad, que no a la Iglesia de Cristo, que ya
lo estaba, sobre el papel de la mujer en el mundo de la cultura, en el ámbito
social y político. Supo defender los derechos de la Iglesia y su actuación como pastor y padre (sacerdocio, y episcopado) fue inigualable, y también en este caso tuvo gran influencia la acción de una mujer santa de su familia. Y lo mismo vale para San Basilio y San Gregorio de Niza, así como para San Benito.
Posteriormente en el
Medievo tardío, encontramos grandes figuras místicas entre las cuales es
necesario mencionar a Santa Francisca Romana (1384-1444), la cual con solo quince años se casó con un joven noble a quien su padre había elegido para desposarla. Tuvo seis hijos, pero los perdió a todos cuando Roma sufrió el azote de una grave enfermedad, muriendo también, en una pelea callejera, al poco tiempo, su esposo.
Sola y desolada por sus terribles perdidas oraba constantemente y recibió por ello pronto la ayuda del Señor. Escuchó una voz que le animaba a socorrer a los pobres y a los enfermos, que por entonces eran muchos, debido a la reciente catastro acaecida.
Vendió todos sus bienes y entregó el dinero a los más humildes, llevando a su propio hogar a los enfermos, donde los cuidaba sin descanso. Fue pronto conocida por sus obras de caridad y junto a otras mujeres formó una nueva congregación, las Oblatas de san Benito, que fue aprobada por el Papa Eugenio IV.
Después de ella vinieron otras muchas mujeres que dieron ejemplo de misericordia y santidad a toda la Iglesia de Cristo.
Cabe destacar a este propósito, ya en el siglo XVI, a
Santa Teresa de Ávila, Doctora de la Iglesia y fundadora de las carmelitas descalzas. Nació en el año 1515 en una familia noble y fue recluida en un monasterio al casarse su hermana que había cuidado de ella y sus otros hermanos, ya que la madre había muerto muy joven. Allí se aficionó a la vida religiosa, se hizo carmelita y deseó introducir en el monasterio mayor religiosidad y austeridad.
Con el consejo de san Francisco de Borja y san Pedro de Alcántara, tras gran oposición, pudo por fin fundar su primer convento. Siguió adelante y el Señor la ayudó mucho en su largo caminar por la senda de la verdad y del amor, fundando conventos allí por donde pasaba. Además era una gran teóloga por la gracia de Dios y escribió siempre pensando en el provecho de las almas de sus monjas libros muy importantes, como <Camino de perfección>, <Meditación sobre los Cantare> y el <El libro de las fundaciones>
Murió en Alba de Tormes en el año 1582 en olor de santidad.
Por otra parte, en la línea profética vinculada a las mujeres, han tenido gran importancia en la historia de la Iglesia, Santa Catalina de Siena y Santa Brígida de Suecia.
Concretamente santa Catalina se entregó desde muy joven al servicio de la Iglesia. Toda su existencia se caracteriza por el encendido fuego divino de su alma. Cuando sus fuerzas estaban ya agotadas por la lucha en favor de la cristiandad, retirada en un claustro, a través de una multitud de cartas la santa exponía sus ideales.
Ella evocando a María Magdalena, la amiga devota del Señor, desarrolló su gran labor intelectual en favor de la Iglesia; fue nombrada al igual que santa Teresa de Ávila, Doctora de la misma.
La mujer no es inferior al hombre, Dios no los creó
uno superior al otro, a ambos les dio un alma, pero eso sí, sus cuerpos son
distintos, en función de ellos es lógico comprender la diferencia fisiológica
entre ambos y sus respectivos papeles dentro de la pareja.
Recordemos que el verdadero fin de todo hombre y de toda mujer,
siempre es el mismo, la salvación de sus
almas y esto es lo que los iguala a los ojos de Dios. Todos los seres humanos
debemos cumplir las mismas reglas para conseguirlo: Los mandamientos de nuestro
Creador, inscritos en nuestros corazones, cualquiera que sea el sexo, la raza o
la nacionalidad.
El premio, o el castigo por el
incumplimiento de estas leyes naturales, es el mismos, y los cristianos lo
conocemos con el nombre de infierno o gloria.
Ante el juicio final en la Parusía, los hombres y las mujeres seremos
iguales, porque la justicia del Creador no entiende de diferencias entre los seres humanos,
sino del alejamiento del bien o del mal, y de la búsqueda o rechazo de la vida
eterna.
En este sentido, hay que tener en cuenta las enseñanzas del Papa Benedicto XVI:
“Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre, sin fin, parece más una condena que un don.
Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas, aburrido y al final insoportable (La alegría de la fe. Ed. San Pablo 2012)”.
“Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre, sin fin, parece más una condena que un don.
Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas, aburrido y al final insoportable (La alegría de la fe. Ed. San Pablo 2012)”.
Este pensamiento ha influenciado
enormemente en las sociedades de los últimos siglos, donde se ha promocionado
la llamada <cultura de la muerte>, y en particular en las mujeres que se
han lanzado a vivir la vida sin querer pensar más que en el presente, olvidando
los principios y obligaciones; en realidad algunas mujeres no saben lo que les
conviene porque en el fondo todo ser humano lo que busca es la vida <bienaventurada>,
la vida que simplemente es vida, simplemente felicidad. Como decía San Agustín <a fin
de cuentas, en la oración no pedimos otra cosa. No nos encaminamos hacia nada
más, se trata sólo de esto>.
Los santos son los únicos que a
lo largo de la historia han sabido lo que realmente convenía a sus vidas,
porque son hombres y mujeres de fe, esperanza, y amor, y como asegura el Papa
Benedicto XVI:
“Entre todos los santos sobresale
María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. El evangelio de Lucas la
muestra atareada en un servicio de caridad a su prima Isabel, con la cual permaneció
unos meses (Lc 1, 56) para atenderla
durante el embarazo: <Magnificat ánima nea dominum>,
dice con la oración de esta visita, <proclama mi alma la grandeza del
Señor>, (Lc 1, 46), y ello expresa todo el programa de su vida al no ponerse a
sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la
oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno.
María es grande precisamente porque quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor (Lc 1, 38-48). Sabe que contribuye a la salvación del mundo no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios.
Es una mujer de esperanza: sólo
porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel
puede presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas promesas. Es una mujer de fe: < ¡Dichosa
tú, que has creído!>, le dice Isabel (Lc 1, 45). El Magnificat – un retrato
de su alma, por decirlo así – está completamente tejido por los hilos tomados
por la Sagrada Escritura de la Palabra de Dios.
Así se pone de relieve que la
Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con
toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se
convierte en Palabra suya, y su Palabra nace de la Palabra de Dios… María es en
fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser
de otro modo?
Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama, lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narra los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y lo hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser olvidada en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará en el momento de la Cruz, que será la verdadera hora de Jesús.
Entonces, cuando los discípulos hayan huido, ella
permanecerá al pie de la Cruz (Jn 19, 25-27); más tarde, en el momento de
Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en espera del Espíritu
Santo.
María, la Virgen, la Madre, nos
enseña que es el amor y donde tiene su origen, su fuerza siempre nueva” (Papa
Benedicto XVI. Los caminos de la vida interior. Ed. Chrónica 2011)
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