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martes, 24 de marzo de 2020

ANTE TODO DEBEMOS CONSERVAR LA ESPERANZA EN EL SEÑOR


 
 
 
 
 
En este momento trágico de la historia se podría decir que estamos necesitados de una renovación, tal como denunciaron los últimos Papas del siglo pasado, y él del  presente siglo, el Papa Francisco; concretamente, Juan Pablo II y Benedicto XVI hablaron sin reservas en  este sentido, asegurando en distintas ocasiones que era necesaria una <Nueva Evangelización>, especialmente en el viejo Continente donde la crisis de fe, causaba y sigue causando, verdaderos estragos entre los creyentes.

 
Es por esto, que ellos han recomendado con encomio a su grey la vuelta a las fuentes, tan magníficamente recogidas en el Catecismo de la Iglesia Católica, para conocerlas en profundidad y para enseñarlas a aquellos que lo necesiten,  especialmente a los niños y a los adolescentes.

 
 
Sin embargo, y ante todo, debemos conservar siempre la esperanza en el Señor porque aún cuando el hombre se aleje de Dios hasta el punto de abocarse a su destrucción, Dios volverá a establecer un nuevo comienzo precisamente en la decadencia del mundo…No debemos excluir sin embargo, al final de los siglos, un final apocalíptico. Pero incluso entonces la humanidad contará, con la protección de Dios, que acoge a los hombres que le buscan.
 
 
Ciertamente, después de todo, el amor siempre es más fuerte que el odio, en palabras del Cardenal Joseph Ratzinger, aunque como también  el decía (Papa Benedicto XVI):
"Ahora bien, debemos reconocer sin complejos, que en la actualidad, como se ha dicho insistentemente, <buena parte de las catequesis y predicaciones parecen estar determinadas por la persuasión de que antes de nada hayan de resolverse los urgentes problemas económicos, sociales y políticos, para luego, con paz y tranquilidad, poder hablar también de Dios"


Estas declaraciones del Papa Benedicto XVI, durante su cardenalato, reflejaban, ya entonces, una triste realidad, pues como él mismo aseguraba:

 
 
 
“De este modo se pervierte la verdad de las cosas, anunciamos una sabiduría nuestra y un reino humano, al tiempo que ocultamos la luz verdadera – de la que todo depende- bajo el velo de nuestras ideas e iniciativas” (El elogio de la conciencia. La verdad interroga al corazón. Cardenal Joseph Ratzinger. Benedicto XVI. Ed. Palabra S.A. 2010).

 
La evangelización de los pueblos debería, por tanto, tener en cuenta este magnífico razonamiento de Benedicto XVI, porque como el mismo dijo en otras muchas ocasiones, por ejemplo, con motivo de su Mensaje para la Jornada mundial de las Misiones de 2006:

“En la víspera de su Pasión, Jesús dejó como testamento a los discípulos, reunidos en el Cenáculo para celebrar la Pascua, <el mandamiento nuevo del amor>, <mandatum novum>: <Lo que os mando es que os améis los uno a los otros> (Jn 15, 17). El amor fraterno que el Señor pide a sus <amigos> tiene su manantial en el amor paterno de Dios.

 
 
Dice el Apóstol San Juan: Todo el que ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios (I Jn 4, 7). Por tanto, para amar según Dios es necesario vivir en Él y de Él: Dios es la primera <casa> del hombre y solo el que habita en Él arde con fuego de caridad capaz de <incendiar> el mundo”

 
La esperanza en el Dios Creador es un don universal, por eso todos los seguidores de Cristo estamos obligados a dar a conocer el mensaje de su Hijo Únigenito. Cada uno en la medida de sus posibilidades, con las herramientas que el Espíritu Santo pone en sus manos, especialmente en momentos tan infaustos y dolorosos como los provocados por esta pandemia que asola a la humanidad...

Hagamos lo así, porque  nos lo  pidió Nuestro Señor Jesucristo, tal como nos recordaba el Papa Benedicto XVI (Jornadas mundial de las Misiones. Vaticano 29 de abril de 2006):

 
 
“¿No es esta la misión de la Iglesia en todos los tiempos? Entonces no es difícil comprender que el auténtico celo misionero, compromiso primario de la comunidad eclesial, va unido a la fidelidad al amor divino, y esto vale para todos los cristianos, para toda comunidad local, para las Iglesias particulares y para todo el pueblo de Dios…

 
Así pues, ser misionero significa amar a Dios con todo nuestro ser, hasta dar, si es necesario, incluso la vida por Él. ¡Cuántos sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, también en nuestros días, han dado el supremo testimonio de amor con el martirio! Ser misionero es entender, como el buen Samaritano, las necesidades de todos, especialmente de los más pobres y necesitados, porque quién ama con el corazón de Cristo no busca su propio interés, sino únicamente la gloria del Padre y el bien del prójimo.
Aquí reside el secreto de la fecundidad apostólica de la acción misionera, que supera las fronteras y las culturas, llega a los pueblos y se difunde hasta los extremos confines del mundo”

 
Cuenta San Juan en su Evangelio que Jesús después de celebrar con sus Apóstoles la <Última Cena>, les dio un largo Sermón en el que entre otras muchas cosas les decía (Jn 14, 12-17):

 
 
 
“En verdad en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores porque yo me voy al Padre / Y lo que pidáis, en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo / Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré / Si me amáis, guardaréis mis mandamientos / Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros / el Espíritu de la Verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce, vosotros en cambio, lo conocéis porque mora en vosotros y está en vosotros”

 
Así preparaba Jesús a aquellos hombres, en los que había depositado toda su confianza, para la tarea evangelizadora que les tiene reservada, y de esta forma infundieran ellos a su vez en los hombres, de todos los tiempos, la confianza en su Mensaje salvador.

 
Como asegura el Papa Francisco en su primera Carta Encíclica, escrita a cuatro manos, como él asegura, con el Papa emérito Benedicto XVI, <Lumen Fidei> dada en Roma el 29 de junio de 2013:

 
 
“La nueva lógica de la fe está centrada en Cristo. La fe en Cristo nos salva porque en Él la vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde dentro, que obra en nosotros… El creyente es transformado por el Amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este Amor que se le ofrece, su existencia se dilata más allá de sí mismo…”

 
Sí, por eso  rogó el Señor a su Padre, en aquellos últimos momentos su estancia en la Tierra, por su Iglesia, para que todos sus componentes creyeran siempre en Él, y lo hizo con estas sentidas palabras (Jn 17, 20-26):

 
 
“No os ruego por éstos solamente, sino también por los que crean en mí por medio de su palabra / que todos sean uno; como tu Padre, en mí y Yo en ti, para que sean uno como nosotros somos uno, para que el mundo crea que Tú me enviaste / Y yo les he comunicado la gloria que tú me has dado, para que sean uno como nosotros somos uno / Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad; para que conozca el mundo que tú me enviaste y les amaste a ellos como me amaste a mí / Padre lo que has dado, quiero que, donde estoy yo, también ellos estén conmigo, para que contemplen mi gloria que me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo / Padre justo, y el mundo no te conoció, pero yo te conocí; y estos también conocieron que tú me enviaste / Y yo les manifesté tú nombre, y se lo manifestaré, para que el amor con que me amaste sea en ellos, y yo también esté en ellos”

 
Ante esta oración de Cristo, el Papa Benedicto XVI exclama:

 “Él intercede por las futuras generaciones de creyentes. Mira más allá del Cenáculo hacia el futuro. Ha rezado también por nosotros y reza por nuestra unidad. Esta oración de Jesús no es simplemente algo del pasado. Él está siempre ante el Padre intercediendo por nosotros, y así está en este momento entre nosotros y quiere atraernos a su oración. En la oración de Jesús está el lugar interior, más profundo, de nuestra unidad.

 
 
Seremos, pues, una sola cosa, si nos dejamos atraer dentro de esta oración. Cada vez que, como cristianos nos encontramos reunidos en la oración, esta lucha de Jesús por nosotros y con el Padre nos debería conmover profundamente en el corazón. Cuanto más nos dejamos atraer por esta dinámica, tanto más se realiza la unidad…

 
La oración de Jesús por nosotros ¿ha quedado desoída? La historia del cristianismo es, por así decirlo, la parte visible de este drama, en la que Cristo lucha y sufre con nosotros, los seres humanos. Una y otra vez Él debe soportar el rechazo a la unidad, y aún así, una y otra vez se culmina la unidad con Él, y en Él con el Dios Trinitario. Debemos ver ambas cosas: el pecado del hombre, que reniega de Dios y se repliega en sí mismo, pero también la victoria de Dios, que sostiene la Iglesia no obstante su debilidad y atrae continuamente a los hombres dentro de sí, acercándolos de este modo los uno a los otros. (Benedicto XVI. La alegría de la fe. Ed. San Pablo. Madrid. 2012)”

 
 
 
¡Dejemos nos atraer por la oración del Señor!  ¡Hagamos lo así en estos momentos cruciales para la humanidad!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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