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miércoles, 3 de abril de 2019

EL RETO DE LA EVANGELIZACION: SIGLO XVII (1ª Parte)


 
 




Antes de empezar a hablar sobre la labor evangelizadora de la Iglesia  a lo largo de un tiempo pasado, parece conveniente recapitular, aunque solo sea de pasada, sobre los hechos históricos, más relevantes, que  tuvieron lugar durante el mismo.

Sin duda, en el caso concreto del siglo XVII, se hace difícil esta labor, debido al enorme estado de convulsión que por entonces, el mundo entero sufrió, dando lugar a  terribles confrontaciones armadas, hambrunas asoladoras y pobreza infinita de los más humildes, abandonados por los poderosos; todo ello acompañado de grandes cambios climáticos, en todo el globo terráqueo.

Quizás lo más conveniente, para un análisis somero sobre la situación general de esta época podría ser, ir poco a poco, pero eso sí, haciendo siempre hincapié en el tema que nos interesa, esto es, los grandes avances en la evangelización de los pueblos.

En este sentido, hay que reconocer que la deriva del protestantismo, resultante del movimiento religioso que hizo su aparición en Europa Occidental en el siglo XVI, en el ámbito  filosófico, en el político y sobre todo en el religioso, provocó un gran confusionismo que condujo finalmente al llamado racionalismo; una corriente filosófica que acentúa el papel de la razón en la adquisición del conocimiento, en contraposición con el sentido de la percepción a través de la experiencia o empirismo. 

Por otra parte, las diferencias religiosas entre los cristianos, llevaron por desgracia, en muchas ocasiones, a persecuciones, y luchas sangrientas y sobre todo dieron lugar en el caso concreto del continente europeo  a una larguísima y destructora conflagración entre  pueblos, que se dio en llamar, la  Guerra de los Treinta años.
 


Sucedió que durante el Sacro Imperio Romano Germánico, tanto católicos como protestantes, no estaban de acuerdo con la solución que se había dado a la pugna  religiosa, por entonces, existente entre ellos, con la aquiescencia del emperador Carlos V (1500-1558); mientras los primeros se agrupaban en la <Liga Católica>, los segundos lo hacían en la <Unión Evangélica>.

Por otra parte, los emperadores de la época, adoptaron una actitud política indefinida respecto a ambos bandos; mientras que Fernando I (1558-1564), hermano de Carlos V, parecía que toleraba bien la situación creada, Maximiliano II (1564-1576), se suponía que favorecía  la restauración católica y Rodolfo II (1576-1612) concedió a Bohemia la Carta  Majestad, por la que se establecía la libertad de cultos y la posibilidad de que, los protestantes pudieran edificar iglesias en lugares reales.

Por todo esto, muchos historiadores opinan que la guerra de los Treinta años fue la última de las confrontaciones de carácter religioso, que transformó el equilibrio europeo, para pasar  la dirección de Europa de los Austria a Francia.

Por otra parte, mientras en el Imperio no era posible resolver la pugna religiosa, ni limitarla a un problema exclusivamente interior, debido a la acción  de las potencias rivales de la Casa de Austria, en cambio, en  Francia por el buen talante político de sus dirigentes, se pudo acabar con los hugonotes y así estar preparados para una posterior contienda global.

La guerra de los Treinta años se suele subdividir en cuatro etapas o periodos más o menos definidos: Bohemio-Palatino (1618-1623), Danés (1623-1629), Sueco (1629-1639) y Francés (1634-1648). Esta tremenda guerra se cerró aparentemente de forma definitivamente con la llamada Paz de Westfalia en 1648.


España y Holanda firmaron la paz de La Haya, por la que reconocían ambos países la independencia de la última, mientras que los tratados llevados a cabo en las ciudades westfalianas de Osnabruck  y Munster, ratificaron aquellos aspectos religiosos que estaban en juego, la paz de Augsburgo, con la libertad religiosa de los príncipes, que podían imponer en su territorio la religión que ellos profesaban. Además se concedía plena libertad a los estados alemanes, convirtiéndose el emperador en un soberano prácticamente sin autoridad…

De esta forma el Imperio perdía toda posibilidad de una futura unificación. Finalmente hay que destacar también el hecho de que se produjeron  visibles cambios territoriales, así por ejemplo al elector de Brandeburgo se le adjudicó Pomerania Oriental y Magdeburgo, mientras que Suiza se quedaba con   la desembocadura del Weser y del Oder  y la Pomerania Occidental.

En cuanto a Francia se le reconocía la posesión de los tres Obispados de Metz, Toul y Verdúm, que ya estaban en su poder, y conseguía Alsacia. Así mismo se reconocía la independencia de Suiza y Holanda.

Haciendo balance sobre la situación en que quedaron las distintas naciones después de este singular reparto de poderes, y tras una guerra tan mortal y devastadora, los historiadores del tema aseguran  que las grandes ciudades y poblaciones del entorno quedaron totalmente destruidas, y las gentes se encontraban en situaciones muy comprometidas de subsistencia además de muy disminuidas desde el punto de vista de la natalidad, como consecuencia de la terrible confrontación acaecida, y  los graves cambios climáticos que también por entonces tuvieron lugar en todo el Planeta.
 


Uno de los grupos civiles que más sufrieron las consecuencias de un ambiente tan adverso para la existencia humana fueron, como casi siempre, las mujeres y los niños; las mujeres quedaron en muchos casos viudas y con hijos a los que alimentar y proteger de tamaña indigencia. Y no solo esto, fue causa de grandes sufrimientos para ellas y sus hijos, según consta en los archivos de la historia, muchas de ellas murieron sin haber participado directamente en los combates que tuvieron lugar a lo largo de estos interminables treinta años…

Los estudiosos de este siglo, cuentan que en 1642, ciertos gobiernos protestantes, que por entonces luchaban contra las tropas de los católicos, ordenaron a sus soldados que no perdonaran la vida a ninguna mujer, creyente católica, porque eran muy activistas e incitaban a sus propios esposos a tomar partido en la guerra, y además eran perturbadoras del nuevo sistema implantado en la sociedad (El Siglo maldito; Geoffrey Parker; Editorial Planeta, S. A. 2017):

“Una viuda alemana se refería en 1654 a estas víctimas indirectas de la guerra: ella era, se lamentaba, <una pobre mujer con sólo un pequeño terreno a su nombre> que debía por tanto <ganarse amargamente la vida>. Si ella, o cualquier otra mujer, que viviera sola, infringía la ley, los hombres que presidían los tribunales locales las sentenciarían a trabajos forzados; si no se comportaban de una forma servil y dócil, sus vecinos varones la proscribirían; y aunque la permitieran quedarse, lo normal era que le negaran la oportunidad de aprender o ejercer un oficio y competir de este modo con ellos. Una vida amarga sin lugar a dudas”

Ciertamente, ante tanta falta de caridad y amor al prójimo, el panorama social y político del siglo XVII, no fue nada halagüeño para la Iglesia católica, ante la aparición de numerosas desviaciones respecto de sus enseñanzas. En efecto, algunos visionarios lanzaron al aire diversas interpretaciones, todas ellas erróneas, en contra del Mensaje de Cristo.



Entre ellas destacaremos especialmente el jansenismo, debida a Jansenio, un profesor de Lovaina y obispo de Iprés; los principales puntos de la  doctrina defendida por éste, eran: la falta de libertad del hombre, la imposibilidad de cumplir determinados mandamientos de la Ley de Dios y la consideración de que Jesucristo no murió por todos los hombres, sino solamente por los predestinados. Sus hipótesis, no demostrables en manera alguna, fueron totalmente revocadas por la Iglesia a cuya cabeza por entonces se encontraba el Papa Inocencio X (1644-1655), el cual así lo manifestó. Sin embargo, Jansenio no  tomó en cuenta la revocación de sus peregrinas ideas y siguió propagándolas, con el beneplácito de sus seguidores, pero fueron de nuevo condenadas por el Papa Clemente XI en el año 1713.

Un ideario que también surgió en éste siglo fue el Absolutismo, el cual concedía al primer poder del Estado, una facultad de gobierno omnímoda y por encima de todo derecho, aún el espiritual. Nacida en Francia, quedó perfectamente definido por la célebre frase  de Luis XIV: <L´etad c´est moi> (El Estado soy yo) …

Se extendió este ideario por España, donde recibió el nombre de Regalismo, en Austria donde recibió el nombre de Josefismo, en Alemania con el nombre de febronianismo, y en Italia sin un nombre concreto, provocando una separación total de ideas entre los intelectuales y la Iglesia, que culminó con el Sínodo diocesano de Pistoya (Toscana) en el año 1786 convocado por el obispo Scipione de Ricci. Su objetivo era la reforma de la Iglesia católica adoptando de nuevo doctrinas del jansenismo. Fueron condenadas sus resoluciones en el año 1794 mediante la bula <Auctorem Fidei>, bajo el Pontificado de Pio VI.

Concretándonos a la historia de España a partir de la paz de Westfalia, se puede decir  que entre ésta, y Francia, continuaron las hostilidades, durante al menos diez años más, hasta  la paz de los Pirineos, en la que España perdió Artois, Rosellón y Cerdeña y finalmente Francia pasó a tener en Europa la supremacía en sus manos.

El siglo XVII es uno de los más gloriosos  en el aspecto cultural, para España, pero al mismo tiempo marcó su declive en el campo de la política, a nivel mundial. Entre las posibles causas de este agotamiento se puede citar la falta de un desarrollo económico capaz de apoyar la pujanza política que se logró a principios del siglo XVI, a causa de las continuas guerras.

Recordemos de nuevo, que en Alemania,  Lutero  fue el iniciador de una reforma de la Iglesia (protestantismo), y que muchos de los príncipes de Europa la siguieron; concretamente en Inglaterra se extendió esta doctrina por motivos personales del monarca reinante, en Holanda vieron en ella un buen motivo favorecedor para conseguir su autonomía, mientras que en Francia, dividida por la lucha religiosa entre protestantes y católicos, no llegó a existir una posición dominante.


Únicamente España pudo mantener el espíritu religioso de unidad, por lo que políticamente se vio enfrentada al resto de Europa. Desde este punto de partida surgió seguramente el movimiento cultural y religioso de la Contrarreforma.

Frente a la posición crítica intelectual y fatalista de los protestantes, se desarrolló un sentido de exaltada actividad religiosa y cultural en general, que se puede apreciar ya, de forma evidente, en san Ignacio de Loyola (1491-1556) y santa Teresa de Ávila (1515-1582).

A principios del siglo XVII fue elegido Papa un hombre de origen noble llamado Camilo Borghese, con el nombre de Pablo V (1605-1621). Había nacido en Roma el 17 de septiembre de 1550 y su educación fue esmerada dentro de una familia rica. Estudió jurisprudencia en las ciudades de Perugia y Padua llegando a ser un canonista con gran preparación y habilidad en este campo del saber.

En el año 1596 fue hecho Cardenal por el Papa Clemente VIII (1592-1605) y se convirtió en el Cardenal-Vicario de Roma. Alejado, en principio, de los conflictos políticos de la época dedicaba su tiempo libre a seguir estudiando, siempre en el tema de la jurisprudencia, por lo que llegó a ser una persona con grandes conocimientos al respecto. Quizás esto influyera también algo a la hora de su elección como Papa a la muerte repentina de León XI (1605), que solo llegó a estar en la silla de Pedro unos pocos días…

Fue prudente al no mezclarse personalmente en las querellas entre Francia y España, pero tuvo graves problemas con el estado de Venecia, a cuya <Signoría> excomulgó, entre otras causas, por no querer reconocer la exención del clero a la jurisdicción de las cortes civiles y por promulgar leyes contrarias a la Iglesia romana.

En 1600 este Papa pronunció la sentencia de excomunión contra el dogo, el senado y el gobierno de Venecia, aunque más tarde, aceptó un reducido espacio para la sumisión, tras lo cual impuso una censura eclesiástica sobre la ciudad.
 


Ante esta situación el clero se vio obligado a tomar una clara postura a favor o en contra del Papa. Exceptuando los jesuitas, los teatinos y los capuchinos, que fueron expulsados inmediatamente del estado, el cuerpo entero del clero secular y regular permaneció con el gobierno, y continuó administrando los sacramentos y celebrando misas, a despecho de la censura eclesiástica emitida por el Pontífice.

El cisma duró cerca de un año y la paz se  logro por mediación de Francia y España. A partir de ese momento, la republica prometió <conducirse a sí misma con su piedad acostumbrada>…

Tras estas oscuras palabras, el Papa se vio obligado a declararse satisfecho y retiró las censuras el 22 de marzo de 1607, permitiéndose entonces, el regreso de los capuchinos y los teatinos, pero no se admitió nuevamente a los jesuitas.

Este Pontífice fue realmente una persona que lucho mucho por los derechos de nuestra santa madre Iglesia frente a la problemática de la época, que llevaba a los distintos países a estar inmersos en sus propios intereses.

Sin embargo, se ha censurado a menudo a esta gran figura del cristianismo, por favorecer de forma exagera, eso dicen los críticos, a la nobleza del momento, muchos de cuyos personajes eran realmente parientes suyos. Sí, esto puede ser cierto, sin embargo hay que reconocer también, que estos mismos nobles consagraron sus rentas publicas al embellecimiento de Roma y en particular colaboraron en todas las obras emprendidas por la Iglesia en este sentido.
 
 



Concretamente, durante este Pontificado se finalizo la Basílica de san Pedro, después de varios siglos de la iniciación de tan magna empresa y se enriqueció con nuevas obras de arte para alabanza y culto a Dios a lo largo de los siglos:

“El templo es el lugar donde mora Dios, espacio de su presencia en el mundo. Por eso es el lugar de reunión donde se realiza constantemente la Alianza.

Es  punto de reunión de Dios con su pueblo, que en Él se encuentra también consigo mismo.

Es el lugar donde resuena la palabra de Dios, donde se implanta el código de sus preceptos y queda visible a todos.

Es, finalmente, lugar de la gloria de Dios. Esta gloria de Dios brilla en la pureza de la Palabra; pero aparece también en la belleza festiva del culto”



(Papa Benedicto XVI; Un canto nuevo para el Señor; Ediciones Sígueme S.A.U., 1995)

El Papa Pablo V, beatifico o canonizo, a muchos hombres y mujeres que habían realizado una labor evangelizadora enorme por Cristo y su Iglesia, dando muchas veces la propia vida,  en defesa de la Palabra. Además bajo su Pontificado se enriqueció la Biblioteca Vaticana y se fundó un amplio número de institutos para la educación y la caridad que añadieron un gran valor social a la Iglesia de todo los tiempos.

Este Papa murió en el año 1621 y ya había estallado por entonces la gran guerra de los Treinta años: Periodo Bohemio-Palatino (1618-1623); su sucesor  fue Gregorio XV (1621-1623), que también era jurista y de carácter recio como su predecesor, por lo que siguió luchando a favor siempre de los derechos de la Iglesia de Cristo.

El Periodo Danés de la guerra de los Treinta años estalló en 1923, el mismo en que murió este Pontífice, el cual dejo tras de sí un gran trabajo, a pesar del corto tiempo que estuvo en la Silla de Pedro. Cabe destacar, dentro de su labor, el hecho de haber establecido una nueva normativa para la elección del Papa y la fundación de la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe. 

Favoreció, por otra parte, las canonizaciones de varios hombres y mujeres que demostraron su santidad,  evangelizando a los pueblos con entusiasmo, durante los tiempos revueltos que les toco vivir, y que aún hoy en día siguen haciéndolo a través del ejemplo dado;

 


entre ellos se encuentran, santa Teresa de Ávila (1515-1582), doctora de la Iglesia y fundadora de la orden carmelita reformada, san Ignacio de Loyola (1491-1556)

 
 


y san Francisco Javier (1506-1552), fundadores de la orden de los jesuitas.

Los Papas de todos los tiempos se han preocupado de forma muy particular  por los temas de beatificación y canonización, porque los hombres y mujeres santos, que en el mundo  han sido, nos protegen del enemigo común y nos sostienen y conducen en nuestro caminar hacia Dios.

El Papa Francisco en su reciente Exhortación Apostólica, <Gaudete et exsultate> (19/3/1918), nos ha hablado de las beatificaciones y canonizaciones en los términos siguientes:



“En los procesos de beatificación y canonización, se tienen en cuenta los signos de heroicidad en el ejercicio de las virtudes, la entrega de la vida en el martirio, y también los casos en que se haya verificado un ofrecimiento de la propia vida por los demás, sostenida hasta la muerte. Esa ofrenda  expresa una imitación ejemplar de Cristo, y es digna de la admiración de los fieles”

Sin duda los dos Papas del siglo XVII que acabamos de recordar, tuvieron en cuenta todas estas cosas de las que el Papa Francisco nos habla en su Exhortación, a la hora de llevar a cabo  beatificaciones y canonizaciones durante sus respectivos Pontificados. 

Durante este siglo hubo también, en el viejo continente,  hombres y mujeres, que cumplieron con creces los requisitos necesarios para su canonización por la Iglesia. Recordaremos a algunos para que nos sirvan de ejemplos de vida, aunque como es natural hubo muchísimos más, sin contar, por supuesto, aquellos que también fueron santos, pero de forma totalmente anónima.

San Roberto Belarmino (1542-1621) nació en Montepulciano (Italia); su madre era hermana del Papa Marcelo II (1555), el cual ocupó solo unos días  la Silla de Pedro, según se cuenta, a causa de su carácter, sumamente virtuoso y muy riguroso…Tenia por tanto este santo, un ejemplo familiar muy importante, lo que sin duda le sería de gran ayuda en los primeros años de su vida.

Estudió y se preparo intelectualmente bien, en el seno de una familia acomodada y creyente y cuando llegó el momento supo defender a la Iglesia católica. Hombre inteligente y observador de los sucesos históricos de la época que le tocó vivir, evangelizaba de palabra y por escrito de tal manera que sus enemigos espantados comentaban al leer sus libros: <Con escritores como éste, estamos perdidos. No hay como responderle>
 


Sus enemigos eran numerosos, y por este motivo el padre Aquaviva considero conveniente alejarlo de las esferas políticas y burocráticas del Vaticano, para  que permaneciera tranquilo dentro de la Compañía de Jesús. Le nombró director espiritual del Colegio romano y allí pudo conocer a san Luis Gonzaga (+1591), pero sus cualidades morales e intelectuales habían llegado a oídos del Papa Clemente VIII (1592-1605) que le nombro cardenal.

 


Él en principio se negó a aceptar semejante dignidad, por otra parte, incompatible con su voto de jesuita, pero el Papa Clemente le obligo a aceptar.

Sin embargo, Roberto siguió viviendo sencillamente como venía haciéndolo siempre. Los últimos años de su vida los dedico a rezar y a obedecer como si fuera un sencillo novicio en el noviciado de los jesuitas donde se había retirado con permiso del Papa.

Quizás uno de sus legados mejores fue el catecismo en forma de diálogo que sirvió para evangelizar a muchas generaciones de niños. Murió en Roma el 17 de septiembre de 1621;

 
 


el Papa Pio XI (1922-1939), lo canonizo y le declaró doctor de la Iglesia, por su defensa de la Iglesia y su vida ejemplar, dedicada a dar a conocer la Palabra de Dios.

Como es natural, hubo muchos más hombres santos, sin contar como antes hemos recordado, aquellos que no fueron beatificados y canonizados, pero sobre los que el Espírito Santo derramo sus dones con largueza. No obstante los nombrados y brevemente recordados sirven de ejemplo preclaro de cómo en los tiempos revueltos también la santidad está presente en la Iglesia de Cristo.

Por supuesto que también hubo mujeres que cumplieron con los requisitos necesarios para su canonización y/o su beatificación por la Iglesia, y que vivieron en el siglo XVII. Entre ellas queremos recordar a  santa Juana Francisca Chantal (1572-1641) la cual dio ejemplo de caridad inmensa hacia los más desfavorecidos y realizo una gran labor evangelizadora siguiendo el ejemplo de san Francisco de Sales al cual tomo como confesor, fundando la orden de la Visitación que tanta gloria dio a la Iglesia de Cristo.

Santa Juana Francisca nació en el seno de una familia creyente, y aunque perdió a su madre muy pronto, su padre un hombre de gran nivel cultural (fue presidente del parlamento de Burgundy), se cuido de ella y de sus hermanos de tal forma que no necesitaron instructores, especialmente en el aspecto religioso.

Se caso muy joven con el barón  de Chantal (oficial del ejército francés), pero quedó viuda muy pronto, con un hijo pequeño y tres hijas (tenía entonces veintiocho años), y ya había padecido con anterioridad la muerte de tres hijos en su infancia. Al principio de su viudez vivió en casa de su suegro con sus hijos, pero pasado un corto periodo de tiempo sintió la llamada de Dios a la vida religiosa. Por entonces había crecido la fama de san Francisco de Sales, célebre autor del libro de piedad <Introducción a la vida devota>  y tuvo ocasión de conocerlo con motivo de unos ejercicios espirituales que el santo Doctor dio en Dijon.

A partir de entonces, todo el trabajo de esta santa mujer se centró  en cooperar en el proyecto de Francisco de Sales, que no era otro que la fundación de la orden de la Visitación. El santo Doctor redactó su Regla.


La primera casa que fundó se encontraba en Annecy y poco después se unieron a su orden otras santas mujeres, que colaboraron con ella en el ejercicio de la caridad con los más necesitados. Durante el tiempo en que la peste azotó la zona, ella y sus hermanas no abandonaron la congregación y gracias a sus numerosas limosnas se pudo aliviar en parte tan tremenda calamidad para la población.

Murió la santa en 1641 y se cuenta que sus hijas le descubrieron, grabado en el pecho, el nombre de Jesús.



Sin duda, los santos beatificados o canonizados por la Iglesia son ejemplos extraordinarios que nos ayudan en el ejercicio de la labor evangelizadora y sobre todo en la santificación de nuestras vidas; todos ellos, como los que hemos recordado de este siglo XVII merecen ser estimados y considerados nuestros intercesores a través de Cristo para lograr la gloria, pero pensemos también en esos otros santos anónimos que están, como dice el Papa Francisco, por todas partes, a lo largo de los siglos, por la gracia del Espíritu Santo (Exhortación Apostólica <Gaudete et exúltate>; dada en Roma el 19 de marzo de 2018):

“El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel a Dios, porque <fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente>” (Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9)

 


 

 

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