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sábado, 4 de julio de 2020

EL PECADO PRESENTE EN LA HISTORIA DEL HOMBRE




Sin duda, como leemos en el Catecismo de la Iglesia católica (nº 386 y nº 387):

“El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en primer lugar reconocer el <vínculo profundo del hombre con Dios>, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia”


 
Esta palabras corresponden a un análisis correcto y profundo del origen del pecado, sobre el que incluso los creyentes solemos pasar casi de puntillas, sin apenas fijarnos en su gran significado; sin embargo lo que todo creyente debe tener claro es que el peligro de incumplir la Ley de Dios, procede definitivamente del interior del hombre, de su corazón, tal como enseñaba Jesús con una parábola (Mt 15, 8-11):

“Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí; / en vano me rinden culto, enseñando doctrinas que son preceptos humanos / Llamó  a la gente y les dijo: <Oíd y entended: / No mancha al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de la boca; eso es lo que mancha al hombre”

Con razón el Beato Tomás de Kempis (1380-1471) cantaba estás bienaventuranzas en su libro (Imitación de Cristo. Tratado tercero): “Bienaventuradas las orejas que reciben en sí las sutiles inspiraciones divinas y no se preocupan de las murmuraciones mundanas. Bienaventurados los ojos que están cerrados a cosas exteriores, y muy atentos a las interiores. Bienaventurados los que penetran las cosas interiores y estudian con ejercicios continuos de prepararse cada día más, para recibir los secretos celestiales. Bienaventurados los que se ocupan en sólo Dios, y se sacuden de todo impedimento del mundo”


 Igualmente, como también nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica el hombre una vez ha caído en las asechanzas del diablo queda a su merced, desaprovechando la gracia divina al  desobedecer los mandato de Dios,  encontrándose entonces, en grave peligro de perder su alma para siempre (nª 397 y nº 398):

“El hombre tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza en el Creador (Gn 3, 1-11), y abusando de su libertad, desobedeció el mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (Rm 5, 19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad”

“En este pecado, el hombre se prefirió así mismo, en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios; hizo elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de criatura, y por tanto contra el propio bien…”


 San Juan Bautista confirma esta misión indicando a Jesús como <el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo> (Jn 1, 29). Toda la obra y predicación del Precursor es una llamada enérgica y ardiente a la penitencia y a la conversión, cuyo signo es el bautismo administrado en las aguas del rio Jordán.


 
 
 
El mismo Jesús se somete a este rito penitencial (Mt 3, 13-17), no porque haya pecado, sino porque <se deja contar entre los pecadores>; es ya el <cordero de Dios que quita el pecado del mundo>; anticipa ya el <bautismo de su muerte sangrienta>. La salvación es pues, y ante todo, redención del pecado como impedimento para la amistad con Dios, y liberación del estado de esclavitud en la que se encuentra el hombre que ha cedido  a la tentación del Maligno y ha perdido la libertad de los hijos de Dios”

 

Ciertamente las palabras del  Papa san Juan Pablo II, nos muestran toda la grandeza y misericordia de Dios hacia los hombres, y todo el despropósito  de estos hacia su Creador. En este sentido, el apóstol san Pablo, convencido como estaba del mensaje de Cristo escribía una carta a los habitantes de Roma para estimularles a salir del pecado en el que algunos se encontraban, y alcanzar así  una <nueva vida> (Rm 6, 1-4):


 Esclarecedoras palabras del apóstol que llenan, sin duda, de esperanza el corazón de los hombres de buena voluntad invitándoles a desterrar el pecado de sus vidas porque: ¿Cómo el hombre que ha conocido a Dios, que incluso ha sido bautizado en la sangre de Cristo, puede seguir pecando? Más aún: ¿Cómo es posible que en este nuevo milenio se sigan comportando los seres humanos como los paganos de tiempos de san Pablo?
Si será como dice el apóstol en su carta a este pueblo que (Rm 1, 21-23): “Porque habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios, ni le dieron gracias, antes se desvanecieron en sus pensamientos, y se entenebreció su insensato corazón. / Alardeando de sabios, se embrutecieron; / y trocaron la gloria del Dios inmortal por un simulacro de imagen de hombre corruptible, y de volátiles, y de cuadrúpedos, y de reptiles”



¿Acaso no nos recuerdan estas palabras de san Pablo muchas de las situaciones que hoy en día se presentan en nuestras sociedades? Los Papas de los últimos cien años han venido denunciando cada vez con mayor urgencia, la paganización, el retroceso en la moralidad y el abandono de la fe en Cristo y su Mensaje.
Recordando esta carta de San Pablo a los romanos tenemos la certeza de estas denuncias y recordamos que Dios castigó a aquellos  paganos impíos con una corrupción generalizada (Rm 1, 24-32).

 
 
 
 
Sucedió, en efecto, como señala san Pablo en su carta, que Dios que ha hecho a los hombres libres, <permitió que cayeran en manos  de las concupiscencias de sus corazones>, dejándoles ir tras la torpeza hasta <afrentar entre sí sus propios cuerpos>, y así mismo permitió que éstos se entregaran a <pasiones afrentosas>. Pues por una parte, <hombres trocaron el uso natural por otro contra naturaleza>… En definitiva, cayeron en una perversión total del sentido moral, algo que en nuestros días no está  muy alejado de la realidad presente en nuestras sociedades.


Sí, encontramos grandes similitudes entre los paganos  y los hombres del nuevo milenio, era algo que preocupaba enormemente al Papa san  Juan Pablo II el cual escribió, ya a las puertas del nuevo siglo (1994), su interesante Carta Encíclica <Tertio millennio adveniente>, destacable por el siguiente razonamiento:

“Un serio examen de conciencia ha sido auspiciado por numerosos Cardenales y Obispos sobre todo para la Iglesia presente. A las puertas del nuevo milenio los cristianos deben ponerse humildemente ante el Señor para interrogarse sobre las responsabilidades que ellos tienen también en relación a los males de nuestros tiempos. La época actual junto a muchas luces presenta igualmente no pocas sombras.
¿Cómo callar por ejemplo, ante la indiferencia religiosa que lleva a muchos hombres de hoy a vivir como si Dios no existiera o a conformarse con una religión vaga, incapaz de enfrentarse con el problema de la verdad y con el deber de  la coherencia?”


 
 
 
Reflexionando sobre esta denuncia del Papa san Juan Pablo II  comprobamos la certeza de la misma, donde una especie desamor a Dios ha embotado los sentidos de algunas personas y está haciendo mucho daño, incluso en el seno de la Iglesia católica. Como también denunciaba este Papa (Ibid): “A esto hay que añadir, aún, la extendida pérdida del sentido transcendente de la existencia humana y el extravío en el campo ético, incluso en los valores fundamentales del respeto a la vida y a la familia. Se impone además a los hijos de la Iglesia una verificación: ¿En qué medida están también ellos afectados por la atmósfera de secularismo y relativismo ético? ¿Y qué parte de responsabilidad deben reconocer también ellos, frente a la desbordante irreligiosidad, por no haber manifestado el genuino rostro de Dios, <a causa de los defectos en la vida religiosa, moral y social?”

 

De estas palabras se desprende, sin duda, la enorme intranquilidad del Papa san Juan Pablo II por el futuro de los hombres en el nuevo milenio. Y tenía razones para estar inquieto, tal como día a día se ha comprobando después de sólo unos pocos años de su advenimiento. Sería muy conveniente que nos interrogáramos todos sobre estos temas, como pedía este Papa santo, en aras de comprobar hasta qué punto los defectos de nuestra vida religiosa, moral y social nos permiten aún, ver el genuino rostro de nuestro Creador (Ibid):


Por suerte, en esta hermosa Carta Encíclica,  Juan Pablo II, nos hablaba también del ejemplo extraordinario dado por los santos y santas, conocidos o no, de todos los tiempos, cuyas vidas son testimonios que nunca deberíamos olvidar los cristianos. En particular nos habló en su día de la santa, madre Teresa de Calcuta, por la que sentía gran aprecio y admiración y así en la misa de Beatificación de la misma, celebrada el 19 de octubre de 2003 llegaba a decir:

“<El que quiera ser grande, sea vuestro servidor> (Mc 10, 43). Con particular emoción recordamos hoy a madre Teresa, una gran servidora de los pobres, de la Iglesia y de todo el mundo. Su vida es un testimonio de la dignidad y del privilegio de servir al humilde. No sólo eligió ser la última, sino también la servidora de los últimos. Como verdadera madre de los pobres, se inclinó hacia todos los que sufrían diversas formas de pobreza. Su grandeza reside en su habilidad para dar sin tener en cuenta el costo, dar <hasta que duela>. Su vida fue un amor radical y una proclamación audad del Evangelio”

 
 
En estos días terribles en  los que una pandemia asola a la humanidad el ejemplo de esta santa se ha visto repetido por el gesto de entrega de muchas personas a lo largo de todo el globo terráqueo; esto es una gran alegría y una gran esperanza para la humanidad. Para la madre Teresa el grito de Jesús muriendo en la cruz, <tengo sed> (Jn 19, 28), fue la clave de su deseo de amar a los hermanos hasta las últimas consecuencias, y en especial a los más desfavorecidos y maltratados, al igual que ahora ha sucedido. ¡No está todo perdido! Dios sigue presente entre los hombres. En el interior de todo hombre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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