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jueves, 25 de octubre de 2018

LA VERDADERA CERTEZA Y LA ESPERANZA DE LOS MARTIRES


 
 
 
 
 
 
 



“El hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza. Visto el desarrollo de la edad moderna la afirmación de san Pablo en su Carta a los Efesios dirigida a los paganos de nacimiento parece muy realista y ciertamente verdadera (Ef 2,12):
<Recordad, que en otro tiempo estuvisteis sin Cristo, sin derecho a la ciudadanía de Israel, ajenos a la Alianza y su promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo>

Por tanto, no cabe duda de que un <reino de Dios> instaurado sin Dios, un reino, sólo del hombre, desemboca inevitablemente en: <El Final perverso de todas las cosas>, descrito por Kant. Lo hemos visto y lo seguimos viendo siempre una y otra vez”

 

 
 
Con razón san Pablo en su <Carta a los Romanos> se expresaba en los términos siguientes (Rm 8, 22-25): “Sabemos que la creación entera lanza un gemido universal y anda toda ella con dolores de parto hasta el momento presente/ Y no solo ella, sino también nosotros mismos, que poseemos las primicias del Espíritu Santo, nosotros mismos, anhelamos la adopción filial, el rescate de nuestro cuerpo/ Porque en esperanza es como hemos sido salvados; ahora bien: la esperanza que se tiene al ojo no es esperanza; pues lo que uno ve, ¿a qué viene el esperarlo?/ Más si lo que no vemos lo esperamos, por la paciencia lo aguardamos”

 

 
 
En efecto, <en esperanza fuimos salvado> como dice san Pablo a los romanos en su epístola y por extensión a los cristianos de todos los tiempos; por otra parte,  como continua diciendo Benedicto XVI en su Carta Encíclica (Ibid): “La verdadera, la <Gran esperanza> del hombre que resiste a pesar de todas la desilusiones, solo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando <hasta el extremo>, <hasta el total cumplimiento>…

 
Ciertamente, en nuestras penas y pruebas menores, siempre necesitamos también  nuestras grandes o pequeñas esperanzas: una visita afable, la solución positiva de una crisis, la cura de las heridas internas o externas, etc. Estos tipos de esperanza pueden ser suficientes en pruebas cotidianas, más o menos pequeñas.

Pero en las pruebas verdaderamente graves, en las cuales tengo que tomar mi decisión definitiva y anteponer la verdad al bienestar, a la carrera, a la posición, es necesaria la <Verdadera certeza>, la <Gran esperanza>…

Por eso, necesitamos  testigos, hombres y mujeres mártires, que se hayan entregado totalmente, para demostrárnoslo día tras día. Y los necesitamos, también en las pequeñas alternativas de la vida cotidiana, para preferir el bien a la comodidad, sabiendo que precisamente así vivimos <realmente la vida>…

Digámoslo claramente: la capacidad de sufrir por amor a la verdad es un criterio de humanidad. No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo de la <Grandeza de la esperanza> que llevamos dentro y sobre la que nos basamos.

Los santos pudieron recorrer el gran camino <de ser hombres>, del mismo modo en que Cristo lo recorrió antes que nosotros, porque estaban repletos de la <Gran esperanza>”

 
 




En esa devoción había sin duda cosas exageradas y quizás hasta perjudiciales para la salud, pero conviene preguntarse si a pesar de todo no comportaban de algún modo algo esencial que pudiera ser una ayuda. Porque ¿Qué quiere decir ofrecer? Estas personas estaban convencidas de poder incluir sus pequeñas dificultades en el gran compadecer de Cristo, y que así entraban a formar parte, en cierta forma, del tesoro que supone el amor (la compasión) que necesita el género humano.

De esta manera, las pequeñas contrariedades diarias podrían encontrar también un sentido y contribuir a fomentar el bien y el amor entre los hombres. Quizás deberíamos preguntarnos realmente si todo esto no podría volver a ser una perspectiva sensata también para nosotros”

 




“El héroe (en la mitología) es el que pertenece a Hera, el que es exaltado por los aires, por tanto un hombre que no es simplemente tal, sino que determina la atmosfera espiritual, el <aire>, en el que respira y vive. No es simplemente hombre, sino que ha adquirido poder, ha sido elevado a las <potestades> y <dominaciones>, por las que el hombre se deja guiar; se ha convertido en <acolito del mal>.

El mártir cristiano, en cambio, es el que no se ha orientado siguiendo a estos poderes, a la opinión común, según el <se> impersonal, sino que los ha superado con la fe en el poder más grande de Dios. Su victoria es el sufrimiento, el decir <No> a las potencias que determinan la opinión (muchas veces) de una gran mayoría”

 



La necesidad meramente individual de una satisfacción plena, que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre esté hecho para la eternidad;  pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra en absoluto, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva”

 En este sentido, es interesante recordar las palabras de san Pablo dirigidas a los habitantes de Tesalónica, una de las principales ciudades de Macedonia en aquellos tiempos, que habían sido evangelizados por el apóstol en su segunda expedición apostólica, probablemente hacia el año 51 d.C. Esta gente,  en gran parte, eran gentiles, griegos y romanos, aunque también coexistían con ellos  algunos judíos, atraídos por el floreciente comercio de esta importante ciudad. El apóstol había tenido que salir con precipitación de allí antes de terminar la preparación religiosa de sus seguidores debido a la persecución a la que se vio sometido por los enemigos del Señor, de aquí que estos nuevos cristianos andaban preocupados por la suerte que correrían los ya difuntos, que ellos consideraban inferior a la de los vivos en el segundo advenimiento de Jesucristo.

Para desvanecer este error, y algún otro defecto, consecuencia de su pasado pagano, san Pablo les escribió una primera Carta, probablemente en Corinto a donde había llegado desde Atenas un tanto desilusionado por la poca acogida recibida allí.
En efecto, en  la primera Carta a los Tesalonicenses, san Pablo entre otros muchos asuntos les exhorta a tomar en consideración las ventajas de los ya difuntos en el advenimiento de Cristo (1 Tes 4, 13-18):

"No queremos que estéis en la ignorancia, hermanos, a cerca de los que duermen, a fin de que no os entristezcáis, como esos otros que no tienen esperanza / Porque si creemos que Jesús Murió y Resucitó, así también Dios a los que durmieron, por Jesús, los llevará consigo / Porque esto afirmamos conforme a la palabra del Señor: que nosotros, los vivos, los supervivientes hasta el advenimiento del Señor, no nos adelantaremos a los que durmieron / Porque el mismo Señor, con voz de mando, a la voz del arcángel y al son de la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero / luego, nosotros, los vivos, los supervivientes, juntamente con ellos seremos arrebatados sobre las nubes al aire hacía el encuentro del Señor; así siempre estaremos con el Señor / Así que consolaros con estas palabras"

 


 
San Pablo en su afán de consolar a los tesalonicenses, se traslada con la imaginación  al tiempo  en que ocurrirá el segundo advenimiento del Señor. Probablemente pretendía recoger el pensamiento de aquél pueblo tan preocupado por lo que iba a ocurrir en la Parusía, un acontecimiento que nadie sabe cuándo ocurrirá, pero que seguro sucederá, de acuerdo con el Mensaje de Cristo, que nos dio  esta  <Gran esperanza>   


Por eso un mundo ateo y relativista,  seria un mundo sin esperanza, sin la <Gran esperanza> de la que han hecho gala los santos mártires, que tanto ejemplo han dado y siguen dado a la Iglesia de Cristo.

La pregunta ¿de dónde nace la fuerza para afrontar el martirio? No es difícil de contestar a la vista de la argumentación del Papa Benedicto XVI ( Audiencia General> del miércoles 11 de agosto de 2010):
“Surge de la profunda e intima unión con Cristo, porque el martirio y la vocación al martirio no son el resultado de un esfuerzo humano, sino la respuesta a una iniciativa y a una llamada de Dios; son un don de su gracia, que nos hace capaces de dar la propia vida por amor a Cristo y a la Iglesia, y así al mundo.


 
 
Si leemos la vida de  mártires, como la de san Maximiliano Kolbe (S. XX) quedamos sorprendidos por la serenidad y la valentía a la hora de afrontar el sufrimiento y la muerte: el pode de Dios se manifiesta plenamente en la debilidad, en la pobreza de quien se encamina a Él y sólo en Él pone su esperanza (2 Co 12, 9)

Pero es importante subrayar que la gracia de Dios no suprime o sofoca la libertad de quien afronta el martirio, sino, al contrario, la enriquece y la exalta: el mártir es una persona sumamente libre, libre respecto del poder, del mundo: una persona libre, que en un único acto definitivo entrega toda su vida a Dios, y en un acto supremo de fe y esperanza y de caridad se abandona en las manos del Creador y Redentor; sacrifica su vida para ser asociado de modo total al sacrificio de Cristo en la Cruz.
En una palabra, el martirio es un gran acto de amor en respuesta al inmenso amor de Dios”

 

 
 
Por eso, la Iglesia de Cristo sigue siendo fuente de mártires   desde sus inicios, desde el martirio del primer apóstol, Santiago el Mayor (S. I), hasta nuestros días, aunque tristemente cada vez con más frecuencia. Así lo cree el Papa Francisco, lo aseguraba, en la misa matutina celebrada en la capilla de la Domus Sanctae Marthae, el martes 4 de marzo de 2014: “Hay más mártires hoy que en los primeros tiempos de la Iglesia…


Ciertamente la vida cristiana no es una ventaja comercial, sino sencillamente es seguir a Jesús. Cuando seguimos a Jesús, sucede esto. Pensemos si tenemos dentro de nosotros la voluntad de ser valientes en el testimonio de Jesús. Pensemos también, nos hará bien, en los numerosos hermanos y hermanas que hoy no pueden rezar juntos, porque son perseguidos, no pueden tener un libro del Evangelio o una Biblia porque son perseguidos. Pensemos en estos hermanos y hermanas que no pueden ir a misa porque está prohibido”

 
 



 

Indudablemente, los mártires, como  nos recordaba el Papa Benedicto XVI, sacrifican su vida para asociarse totalmente con el sacrificio de Cristo en la Cruz, algo que no todos los hombres son capaces de realizar, en principio, porque al hombre le repele la muerte y muy especialmente su propia defunción sobre todo en condiciones tan terribles como las que acompañan al martirio. Por eso el Papa Benedicto XVI nos animaba con estas palabras en su Audiencia General del 11 de agosto de 2010:

“Queridos hermanos y hermanas, probablemente muchos de nosotros no estamos llamados al martirio, pero ninguno de nosotros queda excluido de la llamada divina a la santidad, a vivir en gran medida la existencia cristiana, y esto conlleva tomar sobre sí la cruz de cada día.


 


 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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