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sábado, 27 de octubre de 2018

EL OFICIO SACERDOTAL DE CRISTO Y LA CELEBRACIÓN DE LA LITURGIA EN LA IGLESIA


 
 
 
 


La Carta a los Hebreos es según los estudiosos del Nuevo Testamento uno de los escritos más significativos incluido en el mismo, si se tiene en cuenta, que  desde el punto de vista teológico suscita una gran admiración, por su profundidad moral y su espiritualidad. Algunos exegetas defienden la idea de  que realmente no debería considerarse como una simple carta, porque su contenido y forma, la asemejan más a un género especial, que utiliza una técnica próxima a la oratoria pastoral empleada en la  Iglesia primitiva. El autor de este trabajo literario, probablemente fue el apóstol San Pablo, aunque ha habido algunas objeciones en este sentido, pero la Iglesia tradicionalmente, desde antiguo, consideró al apóstol de los gentiles como el autor de la misma.

Cuestión muy importante es el hecho de que el autor de esta obra, relata  la misión llevada a cabo por el Hijo del hombre, es decir por el Mesías, desde el punto de vista sacerdotal (Heb 5,1-5):

“Todo sumo sacerdote, es tomado de entre los hombres y puesto al servicio de Dios a favor de los hombres, a fin de ofrecer dones y sacrificios por los pecados/ Es capaz de ser comprensivo con los ignorantes y los extraviados, ya que él también está lleno de flaquezas/ y a causa de ellas debe ofrecer sacrificios por los pecados propios a la vez que por los del pueblo/ Nadie puede arrogarse esta dignidad, sino aquel a quien Dios llama, como ocurrió en el caso de Aarón/ Así también Cristo no se apropio de la gloria de ser sumo sacerdote, sino que Dios mismo le había dicho: <Tú eres mi Hijo yo te he engendrado hoy>/  O como dice también en otro lugar: <Tú eres sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec>”

En efecto, en el <Salterio> o <Libro de Los Salmos> podemos leer la frase que aparece en la  Carta a los Hebreos, refiriéndose a Jesucristo sacerdote (Sal 110(109)):

“Palabra del Señor a mi Señor: <Siéntate a mi derecha, hasta que  haga de tus enemigos estrado de tus pies>/ El Señor extenderá desde Sión el poder de tu cetro: domina sobre tus enemigos/ Contigo el poderío el día de tu nacimiento; en las montañas santas, como el rocío te he engendrado  en el seno de la aurora/ El Señor lo ha jurado y no se vuelve atrás: <Tú eres sacerdote para siempre a la manera de Melquisedec>”



El Papa Benedicto XVI  durante la celebración de la misa en la solemnidad del Corpus Christi, el  3 junio de 2010, refiriéndose al sacerdocio de Cristo, manifestaba:

“Lo primero que conviene recordar siempre es que Jesús no era un sacerdote según la tradición judía. Su familia no era sacerdotal. No pertenecía a la descendencia de Aarón, sino a la de Judá y, por tanto, legalmente el camino del sacerdocio le estaba vedado. La persona y actividad de Jesús de Nazaret no se sitúan en la línea de los antiguos sacerdotes, sino más bien en la de los profetas.

Y en esta línea Jesús se alejó de una concepción ritual de la religión, criticando el planteamiento que daba valor a los preceptos humanos vinculados a la pureza ritual más que a la observancia de los mandamientos de Dios, es decir, al amor a Dios y al prójimo, que, como dice el Señor, <vale más que todos los holocaustos y sacrificios> (Mc 12, 33)”

 


Por eso, como diría el Papa Pio XII en su Carta Encíclica <Mediator Dei> (Dada en Roma el 20 de noviembre del año 1947):

“A penas <el Verbo se hizo carne> se manifestó al mundo dotado de la dignidad sacerdotal, haciendo un acto de sumisión al Eterno Padre que había de durar todo el tiempo de su vida: <al entrar en el mundo, dice…Heme aquí que vengo…para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad>, acto que se llevará a efecto de modo admirable en el sacrificio cruento de la cruz: <Por esta voluntad, pues, somos santificados por la oblación del Cuerpo de Jesucristo hecha una vez sola>”

 
Cuando llego su hora, Jesucristo vivió el único evento que <permanece> a lo largo de la historia del hombre. En efecto, Jesús les advirtió a sus discípulos de las dificultades que tendrían que soportar por su causa, después de que ellos declararan convencidos: <Ahora estamos seguros que lo sabes todo y que no es necesario que nadie te pregunte; por eso creemos que has venido de Dios> (Jn 16, 30); y levantando los ojos al cielo exclamó: <Padre ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti> (Jn 17, 1).

Sí, como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica a este respecto (nº 1085):

“Cuando llegó su hora, vivió, el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre <una vez por todas>. Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado.

El misterio Pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que Cristo hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. Los acontecimientos de la Cruz y de la Resurrección permanecen y atraen, todo hacia la Vida”

Es por eso que la Iglesia fiel al mandato del Señor, continúa <su oficio sacerdotal, puesto que como podemos  también leer en el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 1087):

“Cristo resucitado, dando el Espíritu Santo a los apóstoles, les confía su poder de santificación; se convierten en signos sacramentales de Cristo. Por el poder del mismo Espíritu Santo confían este poder a sus sucesores. Esta <sucesión apostólica> estructura toda la vida de la liturgia de la Iglesia. Ella misma es sacramental, transmitida por el sacramento del Orden”

 
 
 
Así pues, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, continúa su oficio sacerdotal, especialmente a través de la <sagrada liturgia>. En primer lugar, en el Altar, donde tiene lugar perpetuamente el sacrificio de la Cruz y en segundo lugar, a través de los Sacramentos instituidos por Cristo, mediante los cuales los hombres pueden participar de la <vida sobrenatural>. Más aún, como enseñaba el Papa Pio XII a principios del pasado siglo:

“La Iglesia tiene de común con el Verbo encarnado el fin, la obligación y la función de enseñar a todos la verdad, regir y gobernar a los hombres, ofrecer a Dios el sacrificio aceptable y grato, y restablecer así entre el Criador y la criatura aquella unión y armonía que el Apóstol de las gentes indica claramente con estas palabras (Ef 2, 19-22):

<Así que ya no sois extraños ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos y domésticos de Dios: pues estáis edificados sobre el fundamento de los Apóstoles y Profetas, y unidos a Jesucristo, el cual es la principal piedra angular de la nueva Jerusalén: sobre quien trabado todo el edificio, se alza para ser un templo santo del Señor: por él entráis también vosotros a ser parte de la estructura de este edificio, para llegar a ser morada de Dios, por medio del Espíritu Santo>

Por eso la sociedad fundada por el divino Redentor no tiene otro fin, ni con su doctrina y gobierno, ni con el sacrificio y los Sacramentos instituidos por Él, ni, finalmente, con el ministerio que le ha confiado, con sus oraciones y su sangre, sino crecer dilatarse cada vez más; y esto sucede cuando Cristo está edificado y dilatado en las almas de los mortales, y cuando, a su vez, las almas de los mortales están edificadas y dilatadas en Cristo; de manera que en este destierro terrenal se amplíe el templo donde la divina Majestad recibe el culto grato y legítimo.
 
 


Por tanto, en toda acción litúrgica, juntamente con la Iglesia, está presente su divino Fundador: Jesucristo está presente en el augusto sacrificio del altar, ya en la persona de su ministro, ya, principalmente, bajo las especies eucarísticas; está presente en los Sacramentos con la virtud que trasfunde en ellos, para que sean instrumentos eficaces de santidad; está presente, finalmente, en las alabanzas y en las súplicas dirigidas a Dios, como está escrito: <Donde dos o tres se hallan congregados en mi nombre, allí me hallo yo en medio de ellos> (Mt 18, 20)”  (Carta Encíclica Mediator Dei; Papa Pio XII, 1947).

Ésta última frase recordada por el Papa Pio XII fue pronunciada por Jesús, según el evangelista San Mateo, una vez terminado su Ministerio en Galilea y antes de iniciarlo en Jerusalén. Durante este periodo de tiempo tuvieron lugar eventos muy importantes de la vida del Señor, concretamente el milagro de la curación de la hija endemoniada, de una mujer cananea de gran fe, durante su estancia en las regiones de Tiro y Sidón; posteriormente al regresar al lago de Galilea se subió a una montaña y allí realizó muchos milagros entre personas invalidas (ciegos, cojos, sordos, mancos) y otros muchos enfermos…



Todavía, el Señor compadecido ante tanta multitud que le seguía y que no se habían aprovisionado de comida para tan largo periodo de tiempo, pues ya llevaban tres días escuchando sus palabras y contemplando sus prodigiosos milagros, les dio de comer, llevando a cabo otro gran milagro, pues a partir de siete panes y varios peces, se pudo alimentar a aquella gente y aún sobró siete espuertas que recogieron los apóstoles.

Sin embargo, el hombre demostró una vez más su testarudez, y falta de credulidad, ante tanto prodigio y sobre todo ante tanto amor derramado por Jesús, porque ¿ cómo es posible que en semejante situación, todavía, se le pudiera pedir una señal?…

Pero así fue, unos hombres descreídos, e incitados por el maligno, se acercaron al Señor para tentarlo y le pidieron una señal del cielo…Y el Señor les dio una gran lección al contestarles que solo se les daría la <señal de Jonás> (Jon 2, 1-11).

Sucedieron muchas más cosas, todas ellas relatadas maravillosamente por el evangelista San Mateo, uno de los Doce, y todas ellas demostraban el inmenso amor de Jesús por los hombres y que era el Mesías, el Hijo de Dios, pero ellos todavía dudaban…

 


Jesús quizás un poco cansado de tanta impiedad, descreimiento y negación, se decidió a hacer, una corrección fraternal, y a hablar de la potestad de la Iglesia en los términos siguientes (Mt 18, 15-18):

“Si tu hermano ha pecado contra ti, ve y repréndelo a sola; si te escucha habrás ganado a un hermano/ pero si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que toda causa sea decidida por la palabra de dos o tres testigos/ Si no quiere escucharles, dilo a la comunidad; y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano y publicano/ Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo/ Os aseguro que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo sobre la tierra, cualquier cosa que pidan les será concedida por el Padre celestial. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”

 


El Papa Pio XII, nos aclara en su Carta Encíclica <Mediator Dei>, a este respecto que (Ibib):

“La sagrada liturgia es el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como Cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador (Jesucristo) y, por medio de Él, al Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente, el completo culto público del Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros.

La acción litúrgica tiene principio con la misma fundación de la Iglesia. En efecto, los primeros cristianos <perseveraban todos en oír las instrucciones de los Apóstoles y en la comunión de la fracción del pan y en la oración. Dondequiera que los Pastores pueden reunir un núcleo de fieles, erigen un altar, sobre el que ofrecen el sacrificio; y entorno a él se disponen otros ritos acomodados a la santificación de los hombres y a la glorificación de Dios.

Entre estos ritos están, en primer lugar, los Sacramentos, o sea las siete principales fuentes de salvación; después, la celebración de las alabanzas divinas, con las que los fieles, reunidos, también obedecen a las exhortaciones del Apóstol:

<Con toda sabiduría enseñándoos y animándoos unos a otro con salmos, con himnos y canticos espirituales, cantando de corazón, con gracia o edificación, las alabanzas a Dios> (Col 3,16); después, la lectura de la ley, de los Profetas, del Evangelio y las Cartas apostólicas, y finalmente la homilía, con la cual el presidente de la asamblea recuerda y comenta útilmente los preceptos del divino Maestro, los acontecimientos principales de su vida, y amonesta a todos los presentes con oportunas exhortaciones y ejemplos.



El culto se organiza y se desarrolla según las circunstancias y necesidades de los fieles, se enriquece con nuevos ritos, ceremonias y formulas, siempre con la misma intención (San Agustín): <Para que por estos signos nos estimulemos y conozcamos el progreso por nosotros realizado y nos sintamos impulsados a aumentarlo con mayor vigor, ya que el efecto es más digno si es más ardiente el afecto que le precede>”

Ahora bien, la palabra liturgia en el Nuevo Testamento (Cf. C.I.C nº 1070) <es empleada para designar no solamente la celebración del culto divino, sino también  el anuncio del Evangelio y la caridad en acto>. Es por eso que la Iglesia actúa como servidora, a imagen de su Fundador, Nuestro Señor Jesucristo, llegando a <participar en su sacerdocio> (Cf. C.I.C nº 1070):

“Con razón se considera la liturgia como el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo en la que, mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según modo propio de cada uno, la santificación del hombre y, así, el Cuerpo místico de Cristo, esto es, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público.

Por ello, toda la celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia (Sacrosanctum concilium; SC 7)”

Ciertamente la liturgia es fuente de <Vida>, tal como muy bien  queda especificado en el Catecismo de la Iglesia Católica (C.I.C nº 1071 y nº 1072) y por otra parte, está íntimamente relacionada con el tiempo dedicado  por el creyente, en su búsqueda de la santidad, con la  práctica de la oración (C.I.C nº1073):

“La liturgia es participación en  la oración de Cristo, dirigida al Padre en el Espíritu Santo. En ella toda oración cristiana encuentra su fuente y su término. Por la liturgia el hombre interior es enraizado y fundado en el <gran amor con que el Padre nos amo> (Ef 2, 4) en su Hijo Amado. Es la misma <maravilla de Dios> que es vivida e interiorizada por toda oración, en todo tiempo, en el Espíritu”

Verdaderamente como enseñaba el Papa Pio XI en su Carta Encíclica <Caritate Christi Compulsi>, un 3 de mayo de 1932:




“¡Qué espectáculo más hermoso para el cielo y para  la tierra que la Iglesia en oración!...

Desde siglos, sin interrupción, desde una a otra medianoche, se viene repitiendo sobre la tierra la divina salmodia de los cantos inspirados; no hay horas del día que no estén santificadas por su liturgia especial; no hay un solo periodo, pequeño o grande de la vida, que no tenga lugar en el agradecimiento, en la alabanza, en la oración, en la reparación de la plegaria común del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia.

Así, la plegaria misma asegura la presencia de Dios entre los hombres, como lo prometió el Divino Redentor: <Donde dos o más personas se hallan congregadas en mi nombre, allí me hallo yo entre ellas>”

Por su parte, el Papa Pio XII en su Carta Encíclica  sobre la Sagrada Liturgia, <Mediator Dei>, recordaba la feliz frase de su antecesor  en la silla de Pedro, que nosotros hemos mencionado anteriormente: < ¡Que espectáculo más hermoso para el cielo y la tierra que la Iglesia en oración! Y es que la Iglesia fiel al mandato de su Fundador, nuestro Señor Jesucristo, como corroboraba este Pontífice en dicha Encíclica:




“Continua su oficio sacerdotal, sobre todo mediante la sagrada liturgia. Esto lo hace, en primer lugar, en el altar, donde se representa perpetuamente el sacrificio de la cruz y se renueva, con la sola diferencia del modo de ser ofrecido; en segundo lugar, mediante los Sacramentos, que son instrumentos peculiares, por medio de los cuales los hombres participan de la vida sobrenatural; y por último, con el cotidiano tributo de alabanza ofrecido a Dios Optimo Máximo”

Verdaderamente se puede decir que la liturgia ha progresado y se ha desarrollado a lo largo de los siglos, pero  teniendo en cuenta que en ella siempre estarán presentes elementos divinos y elementos humanos. Los primeros lógicamente nunca podrán ser alterados porque proceden directamente del mandato de Dios y el hombre incurriría en grave pecado si lo hiciera. Por el contrario aquellos elementos litúrgicos que son debidos a la acción del hombre, bajo la aprobación de la jerarquía eclesiástica, por supuesto asistida por el Espíritu Santo, pueden sufrir algunas modificaciones en función de las necesidades del momento histórico. Sin embargo, para evitar abusos  en los posibles cambios de los elementos humanos de la liturgia el Papa Pio XII aclaraba en su carta Encíclica <Mediator Dei>  que:



“El Sumo Pontífice es el único que tiene derecho a reconocer y establecer cualquier costumbre cuando se trata del culto, a introducir y aprobar nuevos ritos y a cambiar los que estime deben ser cambiados; los obispos, por su parte, tienen derecho y el deber de vigilar con diligencia, a fin de que las prescripciones de los sagrados cánones referentes al culto divino sean observados con exactitud. No es posible dejar al arbitrio de cada uno, aunque se trate de miembros del clero, las cosas santas y veneradas relacionadas con la vida religiosa de la comunidad cristiana, con el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo y el culto divino, con el honor debido a la Trinidad Santísima, al Verbo encarnado, a su augusta Madre y a los demás santos y con la salvación de los hombres; por la misma causa, a nadie se le permite regular en esta materia aquellas acciones externas, íntimamente ligadas con la disciplina eclesiástica, con el orden, la unidad y la concordia del Cuerpo místico, y no pocas veces con la integridad misma de la fe católica”

En este sentido es necesario sobre todo que exista <Unidad del Misterio>, aunque pueda existir cierta diversidad litúrgica. A este respecto recordemos que en el Catecismo de la Iglesia Católica escrito en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano II podemos leer (nº 1201):

“Las diversas tradiciones litúrgicas nacieron por razón misma de la misión de la Iglesia. Las Iglesias de una misma área geográfica y cultural llegaron a celebrar el Misterio de Cristo a través de expresiones particulares, culturalmente tipificadas: en la tradición del <deposito de la fe> (2 Tm 1, 14), en el simbolismo litúrgico, en la organización de la comunión fraterna, en la inteligencia teológica de los misterios, y en tipos de santidad.

Así, Cristo, Luz y Salvación de todos los pueblos, mediante la vida litúrgica de una Iglesia, se manifiesta, al pueblo y a la cultura a los cuales es enviada y en los que se enraíza. La Iglesia es católica: puede integrar en su unidad, purificándolas, todas las verdaderas riquezas de las culturas”

 


En este sentido es interesante recordar ahora las palabras del Papa Benedicto XVI al referirse a <el valor de la cultura para la vida del hombre>:

“La relación entre  Palabra de Dios y cultura se ha expresado en obras de diversos ámbitos, en particular en el mundo del arte. Por eso, la gran tradición de Oriente y de Occidente ha apreciado siempre las manifestaciones artísticas inspiradas en la Sagrada Escritura…

Toda la Iglesia manifiesta su consideración, admiración y estima por los artistas que se han dejado inspirar por los textos sagrados; ellos han contribuido a la decoración, de nuestras iglesias, a la celebración de nuestra fe, al enriquecimiento de nuestra liturgia y, al mismo tiempo, muchos de ellos han ayudado a reflejar de modo perceptible en el tiempo y en el espacio las realidades invisibles y eternas"  (Los caminos de la vida interior. El itinerario espiritual del hombre; Papa Benedicto XVI. Editorial Chronica S.L. Enero de 2011)



 

 

 

 

 

 

 

 

  

 

    

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