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sábado, 3 de octubre de 2015

ALGUNOS LAICOS EVANGELIZAN: ¿Y TÚ? ¿QUÉ VAS A HACER?


 
 
 


El Papa Francisco nos ha recordado esta pregunta, realizada  por el Pontífice León XIII (1810-1903) y dirigida a una joven laica, la cual algunos años después llegó a ser canonizada  (1 de octubre, 2000 en Roma por el Papa San Juan Pablo II).
Esta joven era Ktharine Marie Drexel (1858-1955), hija de un banquero de Filadelfia (USA), hombre rico y muy caritativo, que supo utilizar sus posesiones en favor de los más desfavorecidos y dejó a sus hijas un legado de buen comportamiento cristiano, que más tarde floreció en Ktharine y sus hermanas (Isabel y Virginia).

Aquella joven laica: Apóstol de los indios americanos y personas de raza negra, así fue considerada Ktharine Drexel, por su interés hacia estos sectores desprotegidos de la sociedad, durante un viaje a Roma, tuvo ocasión de hablar con el por entonces Papa, León XIII, y le rogó  que enviara más misioneros a su país para ayudar a estas gentes. A raíz de este encuentro la vida de la joven cambio radicalmente ante la contestación sugerente del Papa: ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?

 


Ella se puso <manos a la obra> visitando los estados  del Norte y Sur de Dakota y compadecida ante la indigencia de los indios, utilizó la fortuna que había heredado para ayudar a los misioneros que habían llegado hasta estas regiones de pobreza y desamparo material, que no espiritual.

Finalmente entró en el noviciado de las Hermanas de la Misericordia y más tarde, al igual que hizo Santa Teresa de Jesús, fundó un nuevo noviciado, el de las Hermanas del Santísimo Sacramento, específico para los indios y negros, en Santa Fe (Nuevo Méjico), y promocionó escuelas católicas por muchos estados americanos con la idea de evangelizar y ayudar a estos pueblos, llegando a sufrir incluso persecuciones, por parte de personas increyentes o alejadas de Dios.

El Papa León XIII, no cabe la menor duda, era un hombre sabio, tal como le calificó recientemente el Papa Francisco, concretamente durante su Homilía del 26 de septiembre del presente año, con motivo de la Misa por él celebrada en la Catedral de San Pedro y San Pablo de Filadelfia (USA).

Para el Papa Francisco esta pregunta de León XIII, dirigida a una joven laica es sumamente interesante:


“Es significativo que esta pregunta del anciano Papa fueran dirigida a una mujer joven laica. Sabemos que el futuro de la Iglesia, en una sociedad que cambia rápidamente, reclama ya de los laicos una participación mucho más activa. La Iglesia de los Estados Unidos ha dedicado siempre un gran esfuerzo a la catequesis y a la educación. Nuestro reto hoy es construir sobre estos cimientos sólidos y fomentar un sentido de la colaboración y responsabilidad compartida en la planificación de nuestras parroquias e instituciones…
De manera particular, significa valorar la inmensa contribución que las mujeres, laicas y religiosas, han hecho y siguen haciendo en la vida de nuestras comunidades”         

Sí, como nos aseguraba, el Papa San Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica post-sinodal <Christifideles Laici>, dada en Roma el 30 de diciembre de 1988, <el llamamiento del Señor no cesa de resonar en el curso de la historia >, y se dirige a cada hombre que viene a este mundo, no solo a los sacerdotes, y a los religiosos, sino también a los fieles laicos, los cuales son llamados personalmente por Él, para realizar la tarea de la evangelización, en nombre de la Iglesia a favor de todos los pueblos.
Por eso, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, < Lumen Gentium>, podemos leer (GL 31):

“A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida.

Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad.
Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor”
 
 
 

Por otra parte, como nos enseñaba  el Papa Benedicto XVI, cuando todavía era el Cardenal Joseph Ratzinger, en una conferencia que pronunciaba en el Congreso de Catequistas y Profesores de religión en la ciudad de Roma en el año 2000, todos los hombres tenemos la obligación de dar a conocer los santos Evangelios con nuestras obras y con nuestras palabras, porque:

“La vida humana no se realiza por sí misma. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto incompleto, que es preciso seguir realizando…
Evangelizar quiere decir mostrar el camino, enseñar el arte de vivir”

 


La Iglesia tiene la obligación, el deber permanente, de evangelizar al mundo, es su misión, y los laicos como miembros  que son de la misma deben llevar a cabo su parte en este crucial cometido, el cual fue confiado por Cristo a los Once y por extensión a sus seguidores a lo largo de todos los siglos a partir su ascensión a los cielos (Mc 16, 9-15).

En efecto, como aseguraba el Papa Benedicto XV en su Carta Apostólica <Maximun Illud> dada en Roma  en el año 1919:

“El Evangelio no había de limitarse ciertamente a la vida de los Apóstoles, sino que se debía perpetuar en sus sucesores hasta el fin de los tiempos, mientras hubiera hombres en la tierra para salvar la verdad”

 Así mismo, como también se indica en la Constitución dogmática <Lumen Gentium>  (GL 33):

“Los laicos congregados en el pueblo de Dios e integrados en el único cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza, cualquiera que sean, están llamados, como miembros vivos, a contribuir con todas sus fuerzas, las recibidas por el beneficio del Creador y las otorgadas por la gracia del Redentor, al crecimiento de la Iglesia y a su continua santificación”
 
 

Y es que, todos los creyentes estamos unidos a Cristo y entre sí, como proclamaba el Apóstol San Pablo en su primera carta al pueblo de Corinto (I Co 12, 12-13 y 27-30). De hecho, podemos leer en la Constitución dogmática <Lumen Gentium> (GL 9) que:

“Así como el pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia; así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne, también es designado como Iglesia de Cristo, porque fue Él quien la adquirió con su sangre, la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social.

Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación, y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera.

Debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien trasciende los tiempos y las fronteras de los pueblos. Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada por el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la Cruz llegue a la luz que no conoce ocaso”
 
 



Los Apóstoles, primero miembros de la Iglesia de Cristo, de inmediato, iniciaron la labor evangelizadora que Éste les había encargado y ello les costó dar la vida por Él y su Mensaje, pues todos, a excepción de san Juan, sufrieron la muerte por martirio y san Juan aunque no murió de esta forma, según la tradición, sufrió también terrible martirio, por la misma razón.

Después de estos, vinieron otros hombres, que durante los primeros siglos de la Iglesia, fueron los encargados de propagar la palabra de Jesús por todo el mundo, entonces conocido, y también sufrieron persecuciones y sufrimientos sin fin e incluso la muerte por martirio, las más de las veces.
Como el mismo Papa Benedicto XV recordaba en su carta Apostólica <Maximum Illud>:

“Aún en los tres primeros siglos, cuando una en pos de otra, suscitaba el infierno encarnizadas persecuciones para oprimir en su cuna a la Iglesia, y todo rebosaba sangre de cristianos, la voz de los predicadores evangélicos se difundió por todos los confines del Imperio romano”

Es sin duda importante y reconfortante también para los cristianos de hoy en día, recordar que Cristo nos pidió a todos sus seguidores que fuéramos sus evangelizadores; sabemos, por la historia de la Iglesia, de la labor extraordinaria realizada por muchos de sus miembros a lo largo de todos estos siglos.



Precisamente Benedicto XV (1414-1922), el Pontífice que tomó posesión de la silla de Pedro casi al inicio de estallar la primera guerra mundial, la cual intentó parar, pero sin éxito, poco después de acabar la contienda, en la que él participó de forma activa ayudando a los prisioneros de guerra y a la población civil sin desaliento, escribió la Carta Encíclica <Maximun Illud>, ya mencionada para aportar luz a la historia de la evangelización realizada por la Iglesia católica:

“Desde que públicamente se concedió a la Iglesia paz y libertad, fue mucho mayor en todo el orbe el avance del apostolado, obra que se debió sobre todo a hombres eminentes en santidad. Así, Gregorio I el Iluminador (257-330) gana para la causa cristiana a Armenia; Victoriano (270-303) a Styria, Frumencio (+383) a Etiopia; Patricio (377-385; 461-464+) conquista para Cristo a los irlandeses; a los ingleses, Agustín de Canterbury (605+); Columbano (521-597) y Paladio (432+) a los escoceses. Más tarde, hace brillar la luz del Evangelio para Holanda, Clemente Villibrordo primer Obispo de Utretch, mientras Bonifacio (754+) y Anscario (865+) atraen a la fe católica los pueblos germánicos; como Cirilo (827-869) y Metodio (815-885) a los eslavos.
 


Ensanchándose luego todavía más el campo de la acción misionera, cuando Guillermo de Rubruquis (1253-1255) viajó a Asía e iluminó con los esplendores de la fe la Mongolia y   el Papa Beato Gregorio X (1210-1276) envió misioneros a China, cuyos pasos habían pronto de seguir  los hijos de San Francisco de Asís (1271-1368), durante la dinastía Yuan, fundando una Iglesia numerosa, que pronto había de desaparecer al golpe de la persecución.

Más aún: tras el descubrimiento de América; ejércitos de varones apostólicos, entre los cuales merece especial mención Bartolomé de las Casas, honra y prez de la orden dominicana, se consagraron a aliviar la triste suerte de los indígenas, ora defendiéndolos de la tiranía despótica de ciertos hombres malvados, ora arrancándolos de la dura esclavitud del demonio.
 
 


Al mismo tiempo, Francisco Javier, digno de ser comparado con los mismos Apóstoles, después de haber trabajado heroicamente por la gloria de Dios y salvación de las almas de las Indias Orientales y el Japón, expira en las mismas puertas del Celeste Imperio, a donde se dirigía, como para abrir con su muerte camino a la predicación del Evangelio en aquella región vastísima, donde habían de consagrarse al apostolado, llenos de anhelos misioneros y en medio de mil vicisitudes,  los hijos de tantas órdenes religiosas e instituciones misioneras.

Al  fin, Australia, último continente descubierto, y las regiones interiores de África, exploradas recientemente por hombres de tesón y audacia, han recibido también pregoneros de la fe. Y casi no queda ya isla tan apartada en la inmensidad del mar donde no haya llegado el celo y la actividad de nuestros misioneros…

Pues bien: quien considere tantos y tan rudos trabajos sufridos en la propagación de la fe, tantos afanes y ejemplos de invicta fortaleza, admirará sin duda que, a pesar de ello, sean todavía innumerables los que yacen en las tinieblas…”

Por desgracia, desde que Benedicto XV escribiera esta Carta Apostólica la situación ha ido visiblemente empeorando, a partir de la segunda Guerra Mundial, y hasta nuestros días, en los que el llamado Viejo Continente, primero en recibir la Palabra de Cristo, se encuentra con la clara necesidad de una <Nueva Evangelización>.



Precisamente en este sentido, el  Papa San Juan Pablo II hacia una denuncia en su Exhortación Apostólica Post-Sinodal, <Christifideles Laici> en el año 1988:

“¿Cómo no hemos de pensar en la persistente difusión de la <indiferencia religiosa> y del <ateísmo>, en sus más diversas formas, particularmente en aquella <hoy quizás más difundida> del <secularismo>?

Embriagados por las prodigiosas conquistas de un irrefrenable desarrollo científico-técnico, fascinados sobre todo por la más antigua y siempre nueva tentación de querer llegar a ser como Dios (GN 3,5), mediante el uso de una libertad sin límites, los hombre arrancan las raíces religiosas que están en su corazón: se olvidan de Dios, lo consideran sin significado para su propia existencia, lo rechazan poniéndose a adorar los más diversos <ídolos>…

Y sin embargo la <aspiración y la necesidad de lo religioso> no puede ser suprimida totalmente. La conciencia de cada hombre, cuando tiene el coraje de afrontar los interrogantes más graves de la existencia humana, y en particular el sentido de la vida, del sufrimiento y de la muerte, no puede dejar de hacer propia aquella palabra de verdad proclamada a veces por San Agustín:



 <Nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti>.

Así también el mundo actual testifica, siempre de manera más amplia y viva, la apertura a una visión espiritual y trascendente de la vida, el despertar de la búsqueda religiosa, el retorno al sentido de lo sacro y a la oración, la voluntad de ser libres en el invocar el Nombre del Señor”

 


Sigue, en su Exhortación, el Pontífice Juan Pablo II, hablando largo y tendido, sobre el problema, mejor dicho, los múltiples problemas que embargaban a la sociedad del siglo veinte,  que han continuado creciendo desde entonces y siguen amenazando terriblemente a la sociedad desde los comienzos de este siglo veintiuno, por ejemplo: el desprecio de la dignidad humana, la conflictividad social, la falta de justicia entre los hombres y sobre todo la falta de paz, tanto en el seno familiar, como en el mundo en general.



Es un campo de trabajo inmenso, incierto y doloroso, éste, que en la actualidad tienen que labrar los obreros del <dueño de la casa> de la parábola de Jesús (Mt 20 1-16).

En efecto, como también razonaba el Papa san Pablo VI, en su Carta Encíclica <Ecclesiam Suam>, dada en Roma el 6 de agosto de 1964 (segundo de su Pontificado):

“Habiendo Jesucristo fundado la Iglesia para que fuese al mismo tiempo <madre amorosa> de todos los hombres, y la <dispensadora de salvación>, se ve claramente por qué a lo largo de los siglos le han dado muestras de especial amor y le han dedicado especial solicitud todos los que se han interesado por la gloria de Dios y por la salvación eterna de los hombres; entre éstos, como es natural los Vicarios del mismo Cristo en la tierra, un número inmenso de Obispos y de Sacerdotes y un admirable escuadrón de cristianos santos”


Fue esta la primera Carta Encíclica del Papa Pablo VI, un hombre verdaderamente santo, que luchó denodadamente por transmitir <correctamente> los mensajes de la Iglesia, recogidos del Concilio Vaticano II. Fue por ello atacado, por aquellos que querían una <modernización de la Iglesia>, que implicaba, incluso, apartarse del Mensaje de Cristo.


Pero él, fiel al Señor, no cedió a los intereses particulares de aquellos que pretendían, equivocadamente y atraídos por filosofías malsanas, alejarse de la verdad salvadora.
El motivo, pues, de esta su primera Encíclica, era dejar muy claras sus intenciones al respecto (Ibid):

“Esta nuestra Encíclica no quiere revestir carácter solemne y propiamente doctrinal, ni proponer enseñanzas determinadas, morales o sociales: simplemente quiere ser un mensaje fraternal y familiar.

Pues queremos tan solo, con esta nuestra carta, cumplir el deber de abriros nuestra alma, con la intención de dar a la comunión de  fe y de caridad que felizmente existe entre nosotros  un mayor gozo, con el propósito de fortalecer nuestro ministerio, de atender mejor a las fructíferas sesiones del Concilio Ecuménico mismo, y de dar mayor claridad a algunos criterios doctrinales y prácticos que puedan útilmente guiar la actividad espiritual y apostólica de la Jerarquía eclesiástica y de cuantos le prestan obediencia y colaboración o incluso sólo benévola atención”

Sin duda el Pontificado de Pablo VI (1963-1978) estuvo lleno de escollos que parecían insalvables y que proporcionaron al Papa un gran sufrimiento, aunque él siempre llevó la Cruz de Cristo con amor y dignidad.



Sin embargo los males que azotaban a la sociedad de mediados del siglo XX, se  iniciaron en tiempos anteriores; el Papa Pio X, los denunció, en su Carta Encíclica <Acerbo Nimis>, donde mencionó con dolor la falta de enseñanza del Catecismo Católico en las escuelas y en la sociedad cristiana en general, al principio de ese siglo, en concreto en el año 1905:
“¡Cuan comunes y fundados son, por desgracia, estos lamentos de que existe hoy un crecido número de personas, en el pueblo cristiano, que viven en suma ignorancia de las cosas que se han de conocer para conseguir la salvación eterna!

Al decir pueblo cristiano, no queremos referirnos solamente a la plebe, esto es, a las personas pobres, a quienes excusa con frecuencia, el hecho de hallarse sometidos a dueños exigentes, y que apenas si pueden ocuparse de sí mismos y de su descanso; sino que también y, principalmente, hablamos de aquellos a quienes no falta entendimiento, ni cultura y hasta se hallan adornados de una gran erudición profana, pero que, en lo tocante a la religión, viven temerariamente e imprudentemente.

¡Difícil sería ponderar lo espeso de las tinieblas que con frecuencia los envuelven, y lo que es más triste, la tranquilidad con que permanecen en ellas! De Dios, Soberano autor y moderador de todas las cosas y de la sabiduría de la fe cristiana para nada se preocupan; y así nada saben de la Encarnación del Verbo de Dios, ni de la Redención por Él llevada a cabo…



En cuanto al pecado, ni conocen su malicia, ni su fealdad, de suerte que no ponen el menor cuidado en evitarlo…”

Vemos, la angustia del Papa ante los hechos por él denunciados en la sociedad, ya en los albores del siglo XX;  él trató de renovar <toda en Cristo>, con la esperanza de evitar el declive moral y prevenir lo que ya se anunciaba para  siglos posteriores...

Ciertamente, como el propio Papa San  Juan Pablo II recordaba en su Carta Apostólica <Tertio Millennio adveniente>, publicada en el año 1994, todos los Pontífices del siglo XX, anteriores al Concilio Ecuménico de Vaticano II, trataron de promover la paz entre las naciones, pero también, la paz verdadera en la conciencia de los hombres de la época. Sí, realmente todos los Papas comprendieron que, esto, era sumamente urgente y trataron de evangelizar a los pueblos para evitar lo que se avecinaba, pero sin demasiado éxito…

A la muerte de Pablo VI fue elegido como su sucesor en la silla de Pedro, el Cardenal Albino Luciani, persona muy próxima al anterior Papa y de una humildad y santidad reconocidas. Este Santo Padre que tomó el nombre de Juan Pablo I no defraudó en absoluto las perspectivas puestas en él, en el cortísimo tiempo que duró su Pontificado (apenas unos días del año 1978).

No pudo ser, el 29 de septiembre del mismo año que había sido elegido, 1978, se anunció al mundo entero su muerte, tan inesperada; su sucesor, Juan Pablo II (1978-2005) retomó con gran ánimo la tarea que había anunciado y deseaba realizar Juan Pablo I...

El nuevo Papa, muy pronto, logró atraerse el cariño, respeto, y admiración de todos los miembros de la Iglesia, debido a su gran carisma y bondad absoluta. Fue uno de los Pontificados más largos de la historia de la Iglesia, y por tanto, uno de los más fructíferos. Los fieles fueron conquistados por él y muchas ovejas perdidas, volvieron de nuevo al rebaño que nunca debieron abandonar, en pos de ídolos con pies de barro…



Nadie podrá negar nunca estas verdades irrefutables, como tampoco podrá decir nada en contra de este Papa santo, salvo aquellos que sean acólitos del demonio.
Fueron muchas sus Cartas Encíclicas, Apostólicas, u otros tipos de documentos, que sirvieron y sirven aún hoy, como guía absoluta a todos los fieles creyentes y aún a los no creyentes…En particular, en la Exhortación Apostólica Post-Sinodal, anteriormente mencionada, él hizo una llamada urgente a los laicos con objeto de que se concienciaran totalmente sobre la labor fecunda que podían y debían desarrollar para la Iglesia, a favor de la <nueva evangelización> (Christifideles Laici 1988):

“Los fieles laicos, cuya vocación y misión en la Iglesia y en el mundo (a los veinte años  del Concilio Vaticano II) ha sido tema  del Sínodo de los Obispos de 1987, pertenecen a aquel pueblo de Dios representado en los obreros de la viña, de los que habla el Evangelio de San Mateo:

<El Reino de los cielos es semejante a un propietario, que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña…>
La parábola evangélica despliega ante nuestra mirada la inmensidad de la viña del Señor y la multitud de personas, hombres y mujeres, que son llamados por Él y enviados para que tengan trabajo en ella.

La viña es el mundo entero, que debe ser transformado según el designio divino en vista de la venida definitiva del Reino de Dios”



Recordemos, de nuevo, que el tema del apostolado laico fue ampliamente tratado en el Concilio Vaticano II y que en el Decreto dado a este respecto <Apostolicam actuositatem>, en sus seis capítulos, se encuentran recogidas todas las ideas desarrolladas en el mismo al respecto: <Vocación de los laicos al apostolado>, <Fines que hay que lograr>, <Campos del apostolado>, <Formas de apostolado>, <Orden que hay que observar> y <Formación para ejercer el apostolado>.

Por último, es muy importante también recordar  las palabras del Papa Pablo VI y los Santo Padres Conciliares en la Exhortación final del Decreto:
“Por consiguiente, el Sagrado Concilio ruega encarecidamente en el Señor a todos los laicos, que respondan con gozo, con generosidad y corazón dispuesto a la voz de Cristo; que en esta hora invita con más insistencia y al impulso del Espíritu Santo; sientan los más jóvenes que esta llamada se hace de una manera especial a ellos; recíbanla, pues, con entusiasmo y magnanimidad…”

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

     

 

 

 

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