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domingo, 29 de mayo de 2016

SI NEGARAMOS LA RESURRECCIÓN DE CRISTO VANA SERÍA NUESTRA FE Y LA IGLESIA SE DERRUMBARIA



 
 
 
 
En pleno siglo XXI, hombres con conciencia erronea, siguen  insistiendo, sobre el hecho de que Jesús no muriera en la Cruz, y solo sufriera un desmayo, o algo parecido, y que por tanto no hubiera lugar para hablar de su posterior Resurrección.

Esta nefasta pretensión, de aquellos que probablemente ya han caído en brazos del maligno, llevaría sin duda al derrumbamiento de la Iglesia Católica; precisamente en el siglo I, el Apóstol San Pablo ponía en guardia a sus seguidores, sobre este asunto, asegurándoles que negar este acontecimiento transcendental de la historia de Jesús, conduciría a la falta de fe, y por consiguiente a la perdición de la humanidad (I Co 15, 17-20):
" Y si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana es también vuestra fe: todavía estáis en vuestros pecados / y, por tanto los cristianos que han muerto están perdidos / Si lo que esperamos de Cristo es sólo para esta vida, somos los hombres más desgraciados / Pero Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que mueren / Porque como por un hombre vino la muerte, así, por un hombre, la resurrección  de los muertos.   

 
 
 
 
Por eso, el Papa Benedicto XVI, sobre este dogma tan importante de la fe cristiana aseguraba que (Jesús de Nazaret  2ª Parte. Editorial Encuentros S.L. 2011): “La resurrección de Cristo es un acontecimiento universal o no es nada, como viene a decir  San Pablo. Y sólo si lo entendemos como un acontecimiento universal, como inauguración de una nueva dimensión de la existencia humana, estamos en el camino justo para interpretar el testimonio de la resurrección  en el Nuevo Testamento”

Estas palabras del Papa vienen a corroborar que , después de la muerte, existe vida, y vida eterna; la <resurrección de la carne> significa que <después de ésta, no habrá vida solamente  del alma inmortal, sino que también nuestros cuerpos mortales volverán a tener vida>, como, leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 989):
“Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha Resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán  para siempre con Cristo Resucitado y que Él les resucitará en el último día (Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad”

 
 
 
San Pablo es el Apóstol que más ha recordado,  esta  doctrina de la Iglesia, para que los hombres, de todos los tiempos, tuviéramos esperanza plena en la misma, y así, en su Carta dirigida a los romanos, cuando les enseñaba que toda la existencia cristiana debe estar orientada al encuentro definitivo con el Señor, y que ello supondría la participación plena en el gran misterio de la Muerte y  Resurrección de Cristo, se expresaba en los siguientes términos (Rm 8, 11-14):

"Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por obra de su Espíritu, que habita en vosotros / Así pues, hermanos, no somos deudores de los bajos instintos para tener que vivir de acuerdo con ellos / Porque si vivís según los bajos instintos, moriréis; pero si, conforme al Espíritu, y dais muerte a las acciones carnales, viviréis / Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" 

 
 
Desde el punto de vista histórico, la primera Carta de san Pablo a los moradores de Corinto, es probablemente una de las más interesantes del apóstol, en el sentido de que en ella, mejor que en otras, se transluce el estado de las Iglesias primitivas, con sus problemas, pero también con sus virtudes, y por ello ha servido de ejemplo a seguir a los cristianos, a lo largo de todos estos siglos.

Casi dos años tuvo que emplear el Apóstol para evangelizar a sus gentes, pero no fue tiempo en balde, porque logró fundar una Iglesia pujante que dio grandes frutos, a pesar de la corrupción de las costumbres de algunos sectores de la población, y la oposición de ciertos grupos de hombres  no creyentes presentes entre ellos en aquellos tiempos.

Los primeros años de esta Iglesia fueron extraordinarios, pero más tarde, surgieron dificultades a causa de los lamentables abusos de algunos de sus feligreses. Enterado el Apóstol de la situación, les escribió una primera carta que no se ha conservado, y por lo tanto la primera que ha llegado hasta nuestros días se ha tomado desde siempre  como la primera, y en ella trata de animar a la comunidad para que remedien  los graves problemas surgidos entre sus componentes, como  el detestable pecado de la fornicación (I Co 6, 12-20):
 
 
"Todo me es lícito, pero no todo me aprovecha. Todo me es lícito, pero no me dejaré dominar por nada / El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor para el cuerpo / Y Dios Resucitó al Señor y nos resucitará también a nosotros con su poder / Huid de la inmoralidad. Cualquier pecado que cometa el hombre queda fuera de su cuerpo. Pero el que fornica peca contra su propio cuerpo / ¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios? Y no os pertenecéis / pues habéis sido comprados a buen precio. Por tanto ¡glorificad a Dios con vuestros cuerpos!"   


Desde luego el Apóstol se pronuncia con claridad en su Carta, nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, no nos pertenecen, pertenecen a nuestro Creador, tal como les recordaba  a los corintios, y  la fornicación es una grave ofensa a la castidad. Ya el judaísmo tradicional prohibía las relaciones sexuales fuera del matrimonio, y para los cristianos bautizados la castidad es un tema esencial. 

 
 
Como decía San Pablo <el cristiano se ha revestido de Dios> (Ga 3, 27), modelo de toda castidad. Por eso, tras la recepción del Sacramento del Bautismo, el cristiano se compromete, por sí mismo, o por sus representantes en el caso de los niños, a dirigir su afectividad en  castidad.

Sí, recordemos que:

“La perfecta victoria es vencerse a sí mismo. El que tiene obediente la sensualidad a la razón, y la razón a todas las cosas, dice el Señor, aquel es verdadero vencedor de sí mismo…
Del amor desordenado del hombre por sí mismo, depende casi todo lo que se ha de vencer; lo cual vencido y señoreado, suministra gran paz y sosiego…” (Beato Tomás de Kempis)


Estas cosas las sabían los antiguos estupendamente, cuando todavía recordaban las enseñanzas de Cristo y la evangelización de sus Apóstoles, aunque también éstos, como le ocurrió a San Pablo tuvieron graves problemas al realizar la misión que el Señor les había encomendado.

Así por ejemplo, tras una serie de graves incidentes dentro de la comunidad cristiana de Corinto, que pusieron incluso en <tela de juicio>, la autoridad del Apóstol para proclamar la Palabra de Dios, éste justamente ofendido y sobre todo muy preocupado por aquellas gentes tan queridas, y evangelizadas por él en tiempos no tan lejanos, les escribió una nueva Carta, tratando de poner <orden y concierto>,  en la que destaca  su clásico estilo apocalíptico, finalizando su misiva con una serie de amonestaciones, recordándoles: que él es ministro de Cristo, y que como Cristo fue Resucitado, así también su ministro vive por la fuerza de Dios y posee la fuerza del Señor (II Co 13, 2-4):
 
 
"Repito ahora, ausente, lo que dije en mi segunda visita a los que pecaron antes y a todos en general: que cuando vuelva no tendré miramientos / tendréis la prueba que buscáis de que Cristo habla por mí; y él no es débil con vosotros, sino que muestra su fuerza en vosotros / Pues es cierto que fue crucificado por causa de su debilidad, pero ahora vive por la fuerza de Dios. Lo mismo que nosotros: somos débiles por él, pero vivimos con él por la fuerza de Dios para vosotros"


Son palabras del Apóstol dirigidas a una Iglesia, en cierta medida, muy parecida a la nuestra,  ya en el tercer milenio de la venida del Señor. Sería bueno, por tanto, que como aquellos fieles, también nosotros, escucháramos su testimonio, sus consejos y su anuncio escatológico  (II Co 4, 13-15):
"Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: <Creí, por eso hablé>,  también nosotros creemos y por eso hablamos; / sabiendo que quién Resucitó al Señor también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante Él / Pues todo esto es para vuestro bien, a fin de que cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios"

 
 
Un cariz completamente distinto tiene la Carta que San Pablo dirigió a los Filipenses, un pueblo que siempre gozó de su afecto y reconocimiento. La Iglesia de Filipos (ciudad de Macedonia), fue probablemente la primera que fundó el Apóstol, bajo la acción del Espíritu Santo, en el año 49 ó 50 d. C, y estaba habitada fundamentalmente por ciudadanos romanos que gozaban de ciertos privilegios especiales otorgados por el Cesar Octavio Augusto.


Fue probablemente la primera Iglesia fundada por San Pablo en el Continente europeo, y quizás  por eso, tuvo siempre gran predilección por la misma, lo que explica también el hecho de que, años después, esta comunidad contribuyera con sus donativos a paliar las necesidades del Apóstol retenido por entonces, en contra de su voluntad, en Roma.
 
En tales circunstancias les envió una Carta de agradecimiento, mencionándoles cariñosamente algunas de las prácticas religiosas necesarias  para alcanzar la concordia y la caridad  con los semejantes. Para ello, empieza su misiva con una serie de exhortaciones previniéndoles contra las herejías de la época, recordándoles que la lucha contra el pecado  nunca es en vano y que la esperanza de <resucitar de entre los muertos> siempre debe estar presente en el hombre creyente, en aquel que como él mismo, renunció a todo por Cristo (Fil. 3, 8-11):


"Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús. Por Él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo / y ser hallado en Él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe / Todo para conocerlo a Él, y la fuerza de su Resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte / con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos"

La resurrección de la carne es un misterio revelado,  a través de los siglos, por Dios a su pueblo; concretamente en la época en que vivió Jesús algunas sectas como la de los fariseos se encontraban ya esperanzadas en la resurrección de la carne, y sabemos también, que Jesús habló en numerosas ocasiones sobre este misterio, como pone de relieve el Apóstol San Marcos en su Evangelio, cuando el Señor respondía a una pregunta insidiosa  de los saduceos (no creían en la resurrección), sobre la pertenencia de una mujer que hubiera estado casada sucesivamente con siete hermanos tras la muerte de cada uno de ellos.

 
 
 
En realidad la pregunta de estos saduceos, teóricamente posible desde el punto de vista de la ley del levítico, trataba de ridiculizar las enseñanzas de Jesús sobre la resurrección de los muertos, y por eso, el Señor dándose cuenta enseguida de sus perversas intenciones les respondía así (Mc 12, 24-27):
"Estáis en un error, porque no entendéis la Escrituras ni el poder de Dios / Porque, en la resurrección, ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles en los cielos / Y acerca de la resurrección de los muertos ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo le dijo Dios: Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? / No es un Dios de muertos, sino de vivos. ¡Estáis en un grande error!"


 
 
Igual de grave es el error de aquellos, que a estas alturas de la historia de la humanidad, siguen aferrándose a la idea de que después de la muerte ya no hay nada…Para ellos el alma del hombre no tiene significación alguna, sólo el cuerpo tiene valor y éste desaparece porque  suelen recordar estas palabras: <polvo eres y en polvo te convertirás>.

Pero no, porque la Resurrección de Cristo es la prenda cierta de la resurrección de los muertos y la <clave de bóveda> del cristianismo, tal como han manifestado en los últimos tiempos los Papas San Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Así por ejemplo este último, en la Audiencia General del 26 de marzo de 2008 aseguraba que:

 
 
“La muerte del Señor demuestra el inmenso amor con que Él nos ha amado, hasta el sacrificio por nosotros; pero solo su Resurrección es <prueba segura>, es certeza, de que lo que afirma (Mc 12, 24-27), es verdad, que vale también para nosotros, para todos los tiempos. Al Resucitar, el Padre lo glorificó. San Pablo escribe en su carta a los Romanos: <Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos serás salvo> (Rm 10,9).

Es importante reafirmar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya verdad histórica está ampliamente documentada, aunque hoy, como en el pasado, no faltan quienes de formas diversas la ponen en duda o incluso la niegan.

 
 
El debilitamiento de la fe en la Resurrección de Jesús debilita, como consecuencia, el testimonio de los creyentes. En efecto, si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y de mente a Cristo Muerto y Resucitado, cambia la vida, e ilumina la existencia de las personas y de los pueblos”


Hermosas enseñanzas las expresadas por Papa Benedicto XVI, el gran teólogo de la Iglesia, que tanto nos ha ayudado a superar dudas y controversias en los tiempos que corren, pero es verdaderamente doloroso comprobar la certeza de las mismas, porque aún entre los mismos miembros de la Iglesia han surgido dudas y hasta extrañas teorías que tratan de minimizar la importancia de la Resurrección de Cristo y aún la niegan.

Muchas veces da la sensación de que ciertos estudiosos de las Sagradas Escrituras nunca hubieran leído los Evangelios, ni supieran nada de los testimonios dados por sus Apóstoles y posteriormente por los Padres de la Iglesia, respecto a este maravilloso suceso de la historia de la humanidad. Realmente deberíamos dar gracias a Dios que nos dio la victoria sobre la muerte por nuestro Señor Jesucristo.
 
 
Por su parte el Papa San Juan Pablo II, demostró a lo largo de todo su Pontificado un enorme interés por el sentido escatológico de la Iglesia y nos habló con gran acierto sobre el tema primordial de la Resurrección de Cristo y su relación con el Sacramento de la Eucaristía, por ejemplo, en la Audiencia general del 15 de marzo  del año 1989:

“La Resurrección de Cristo y, más aún, el <Cristo Resucitado>, es finalmente <principio y fuente de nuestra futura resurrección>. El mismo Jesús habló de ello al anunciar la institución de la Eucaristía  como Sacramento de la vida eterna, de la resurrección futura: <El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día> (Jn 6, 55). Y al murmurar los que le oían, Jesús les respondió: < ¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes…? (Jn 6, 61-62). De este modo indicaba indirectamente que bajo las especies sacramentales de la Eucaristía se da a los que las reciben <participación en el Cuerpo y Sangre de Cristo glorificado”
 
 
 
 
Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él (Jn 5, 24-25, 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviéndole la vida a algunos muertos, anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, Él habla como del “signo de Jonás” (Mt 12, 39), del signo del Templo (Jn 2, 19-22). Anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (Mc 10, 34).


Con razón el Papa Benedicto XVI hace notar en su libro <Jesús de Nazaret. Segunda parte> que:
“La Resurrección despierta el recuerdo, y el recuerdo, a la luz de la Resurrección, deja aparecer el sentido de la Palabra que hasta entonces permanecía incomprendida, volviéndola a poner en relación con el contacto de toda la Escritura…

La Resurrección enseña una nueva forma de ver; descubre la relación entre la palabra de los Profetas y el destino de Jesús. Despierta el recuerdo, esto es, hace posible el acceso al interior de los acontecimientos, a la relación entre el hablar y el obrar de Dios”

Verdaderamente Jesús Resucitó de entre los muertos, sus discípulos fueron testigos privilegiados de este acontecimiento esencial para los hombres, ellos dieron testimonio desde el principio del mismo, aunque con ello ponían en grave riesgo sus vidas ante sus mismos conciudadanos, pero no tuvieron miedo, como les había pedido el Señor y propagaron la <Buena Nueva >, en todo Israel y entre otros pueblos del mundo entonces conocido.

 
 
Por su parte, San Pedro, nombrado por Jesús Cabeza de la Iglesia, fue el primero en manifestar a la multitud expectante, después de los acontecimientos de Pentecostés, el portentoso milagro acaecido, y así, hablaba a las gentes, después de que él mismo en compañía de San Juan hubieran curado a un cojo de nacimiento que pedía limosna a las puertas del Templo de Jerusalén (Hechos 3, 13-15):
"El Dios de Abraham y de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros pueblos, glorificó a su siervo, Jesús, al que vosotros entregasteis y negasteis ante Pilatos, quién juzgaba que debía soltarlo / más vosotros negasteis al Santo y Justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un homicida / mientras matasteis al autor de la vida, a quien Dios Resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos"


Un hombre santo, un hombre mártir, un hombre como el elegido por Cristo para dirigir su Iglesia, San Pedro, nos habla a través de los siglos de los hechos históricos acaecidos, de los que él mismo y los demás discípulos del Señor fueron testigos presenciales, y sin embargo algunos hombres siguen opinando que todo esto es una patraña inventada por los seguidores de Jesús y en cambio están dispuestos a creer en cualquier cosa inventada por sus congéneres, sin conocimiento de causa... 

 
 
A estas personas sólo podemos responder con las palabras de San Juan Pablo II: “La Iglesia, en Cristo Jesús a la que todos estamos llamados, y en la cual por medio  de la gracia de Dios conseguimos la santidad, no tendrá su cumplimento sino en la gloria del cielo, cuando llegue el tiempo de la Restauración de todas las cosa, y con el género humano también la creación entera que está íntimamente unida con el hombre y por medio de Él alcance su fin <será perfectamente renovada en Cristo>.
Porque Cristo, cuando fue levantado sobre la tierra, atrajo hacia así a todos (Jn 2,32); Resucitando de entre los muertos infundió en los Apóstoles su Espíritu vivificador; por medio de Él constituyó su Cuerpo, que es la Iglesia, como universal Sacramento de Salvación; estando sentado a la derecha del Padre, obra continuamente en el mundo para llevar a los hombres a la Iglesia y por medio de ella unirlos más estrechamente a sí mismo y con el alimento del propio Cuerpo y la propia Sangre, hacerlos participes de su vida gloriosa” (Papa San Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza. Ed. Vittorio Messori. Círculo de lectores).   

 
 


 

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