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viernes, 1 de septiembre de 2017

RECORDANDO AL ESPÍRITU SANTO (IV)


 
 
 
 



Según el Pontífice, San Juan Pablo II, la revelación del Espíritu Santo, como Persona distinta del Padre y del Hijo, vislumbrada en el Antiguo Testamento, se hace clara y explícita en el Nuevo (Catequesis de Juan Pablo II; miércoles 20 de mayo de 1998).

El Papa nos remite, con el propósito de confirmar esta idea a la lectura del Evangelio de San Lucas, el cual según su magisterio, toca el tema con más frecuencia, que los restantes evangelistas sinópticos.
Así por ejemplo, San Lucas muestra desde un principio que Jesús es el único que posee en plenitud el Espíritu Santo  y es concebido por su obra (Lc 1,35), y así mismo, cuando narra la presentación y actividad de Juan el Bautista podemos leer en su Evangelio las siguientes palabras en boca del último profeta (Lc 3, 16): <Yo os bautizo  con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego>.

Por otra parte, San Lucas también nos narra en su Evangelio, que al ser bautizado Jesús, se produjo una Teofanía, porque una paloma bajada del cielo, esto es, una forma corporal del  Espíritu Santo se posó sobre Él y vino una voz  del cielo: <Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco> (Lc 3, 22).

Todavía el evangelista San Lucas, insistiendo sobre este tema, subraya que Jesús no sólo va a enfrentarse a las pruebas del desierto, antes de emprender su misión <llevado por el Espíritu Santo>, sino que va <lleno del Espíritu Santo> (Lc 4,1), obteniendo la victoria sobre Satanás y alcanzando la <fuerza del Espíritu Santo> (Lc 4,14).
 


Con mayor claridad si cabe, San Lucas menciona la relación de Jesús con el Paráclito, en su Evangelio,  en aquel pasaje de la vida de Cristo en el que, Él mismo, asegura estar lleno del Espíritu Santo, aplicando a su persona las profecías de Isaías (Lc 4, 18-21):

-Y fue a Nazaret, donde se había criado, y entró, según su costumbre, el día de sábado en la sinagoga, y se levantó a leer.

-Y le fue entregado el libro del profeta Isaías, y abriéndolo, el libro, habló el lugar en el que está escrito:

-El Espíritu del Señor sobre mí, por cuanto me ungió; para evangelizar a los pobres me ha enviado, para pregonar a los cautivos remisión, y a los ciegos vista; para enviar con libertad a los oprimidos,

-para proponer un año de gracia del Señor.

 Así es, Jesús no sólo fue concebido por obra del Paráclito, sino que también fue santificada su alma, mediante la llamada <unción> (Catecismo de la Iglesia católica 1ª Parte. La profesión de la fe, nº 691):



“Jesús es Cristo, <ungido>, porque el Espíritu Santo es su Unción y todo lo que le sucede a partir de la Encarnación mana de esta plenitud…

La noción de unción sugiere que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. En efecto, de la misma manera que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite ni la razón ni los sentidos conocen ningún intermediario, así es inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu… de tal modo que quien va a tener contacto con el Hijo por la fe tiene que tener antes contacto necesariamente con el óleo.

En efecto no hay parte alguna que esté desnuda del Espíritu Santo. Por eso es por lo que la confesión del Señorío del Hijo se hace en el Espíritu Santo por aquellos que la aceptan, viniendo el Espíritu desde todas partes delante de los que se acercan por la fe (San Gregorio Niceno, Epir. 3,1)”  

 

Como advierte el Papa León XIII, en su Carta Encíclica <Divinum illud Munus> (dada en Roma en el año 1897):

“Entre todas las obras de Dios <ad extra> , la más grande es, sin duda, el misterio de la Encarnación del Verbo; en él brilla de tal modo la luz de los divinos atributos, que ni es posible pensar nada superior ni puede haber nada más saludable para nosotros. Este gran prodigio, aún, cuando se ha realizado por toda la Trinidad, sin embargo se atribuye como <propio> al Espíritu Santo, y así dice el Evangelio que la concepción de Jesús en el seno de la Virgen fue obra del Espíritu Santo, y con razón, porque el Espíritu Santo es la caridad del Padre y del Hijo, y este gran misterio de la bondad divina, que es la Encarnación, fue debido al inmenso amor de Dios al hombre, como advierte San Juan: <Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito>”

Tengamos en cuenta ahora lo que  Isaías el profeta cristológico por excelencia decía sobre la avenida del Mesías. Pero antes recodaremos que este profeta inició su ministerio  en Jerusalén, hacía el año 730 antes de Cristo, realizando una serie de vaticinios, de los cuales los más extensos de todos, se dividen en dos partes, que se suelen denominar: <amenazas> y <consolaciones>.
Por su parte, el libro de las <amenazas> contiene tres series de oráculos, siendo el primero el dirigido al pueblo de Judá y a la ciudad emblemática de Jerusalén. Más concretamente en el apartado, titulado <Reino universal y pacífico del Mesías>, aparecen los versículos siguientes, referidos al origen y nacimiento de Jesús (11, 2-5):

-Ahora bien, saldrá un brote del tocón de Jesé; y un vástago de sus raíces brotará,

-y reposará sobre él el Espíritu de Yahveh, espíritu de conocimiento e inteligencia, espíritu de consejo y de fuerza, espíritu de conocimiento y de temor de Yahveh.

-Y hará reposar en él  el temor de Yahveh; no juzgará por lo que vean sus ojos; ni fallará por lo que oigan sus oídos,



-sino que juzgará con justicia a los pobres y fallará con rectitud para los humildes de la tierra; ahora bien, golpeará al tirano con la vara de su boca y con el soplo de sus labios matará al impío.

-Y será la justicia ceñidor de sus lomos y la verdad cinturón de sus caderas


Recordemos también de nuevo, las palabras del  Papa León XIII en la bibliografía ya mencionada, refiriéndose a la concepción de Cristo por obra del Espíritu Santo (Ibid):

“Por obra del Paráclito tuvo lugar no solamente la concepción de Cristo, sino también la santificación de su alma, llamada la unción en los Sagrados Libros, y así es como toda acción suya se realiza bajo el influjo del mismo Espíritu, que también cooperó de modo especial a su sacrificio, según la frase de San Pablo: <Cristo, por medio del Espíritu Santo, se ofreció como hostia inocente a Dios>.  



Después de todo esto, ya no extrañará que todos los carismas del Espíritu Santo inunden el alma de Cristo. Puesto que en Él hubo una abundancia de gracia singularmente plena, en el modo más grande y con la mayor eficacia que tenerse puede; en Él, todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, las gracias <gratis datas>, las virtudes, y plenamente todos los dones, ya anunciados en las profecías de Isaías”

Según nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (2ª Parte. La celebración del misterio cristiano), la plenitud del Paráclito no debería permanecer únicamente en el Mesías, sino que debería ser comunicada a todo el pueblo mesiánico.
En efecto, Jesús prometió esta efusión del Espíritu Santo en varias ocasiones a lo largo de su ministerio. Una de las ocasiones más relevantes en que sucedió esto, fue aquella en la que intervino un fariseo, insigne maestro de la Ley, llamado Nicodemo (miembro del Sanedrín).

 
 


El dialogo que tuvo lugar entre este hombre honrado, de recto comportamiento frente a Jesús, fue narrado por el Apóstol San Juan en su Evangelio. Conoció Nicodemo, sin duda, los milagros y las enseñanzas de Jesús, quedando muy impresionado, aunque todavía lleno de dudas y deseoso de hablar con el Señor para manifestarle sus vacilaciones, por eso le visitó llegada la noche, seguramente para evitar las críticas de sus amigos y compañeros fariseos, con objeto de interrogarle sobre algunos dilemas que se le habían presentado a raíz de las predicaciones del Maestro, realizándole las siguientes preguntas:

¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?¿Acaso puede entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?. Evidentemente este maestro de la ley de Israel no había entendido la simbología utilizada por Jesús, por eso, Él le contestó lleno de sabiduría y de la gracia del Espíritu Santo (Jn 3, 5-8):

-En verdad, en verdad te digo, quien no naciere de agua y Espíritu no puede entrar en el reino de Dios

-Lo que nace de la carne, carne es; y lo que nace del Espíritu, espíritu es

-No te maravilles de que te haya dicho: Es necesario que nazcáis de nuevo

-El aire sopla donde quiere, y oyes su voz, y no sabes de donde viene ni donde va: así es todo el que ha nacido del Espíritu.

No quedó, no obstante, muy convencido Nicodemo con estas palabras del Maestro y por eso le interrogó una vez más en estos términos (Jn 3, 9): ¿Cómo puede ser eso? La respuesta de Jesús es cortante y esclarecedora (Jn 3, 10-21):



-¿Tú eres el maestro de  Israel, y esto no sabes?

-En verdad, en verdad te digo que lo que sabemos, esto hablamos; y lo que hemos visto, esto testificamos; y nuestro testimonio no lo aceptáis.

-Si cuando os he dicho cosas terrenas no me creéis, ¿cómo me vais a creer si os dijere cosas celestiales?

-Y nadie ha subido al cielo, sino el que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo

-Y como Moisés puso en alto la serpiente en el desierto, así es necesario que sea  puesto en alto el Hijo del hombre,

-para que todo el que crea en Él alcance la vida eterna



-Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito, a fin de que todo el que crea en Él no perezca, sino que alcance la vida eterna

-Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él.

-Quién cree en Él, no es juzgado; quién no cree, ya está juzgado. Porque no creyó en el nombre del Unigénito Hijo de Dios.

-Este es el juicio: que la luz ha venido al mundo, y amaron los hombres más las tinieblas que la luz, porque eran malas sus obras.

-Porque todo el que obra el mal, aborrece la luz, y no viene a la luz, para que no sean puestas en descubierto sus obras;

-pero el que obra la verdad, viene a la luz, para que se manifiesten sus obras como hechas en Dios

Ciertamente la salvación de los hombres vino a través del sacrificio salvador de Jesucristo por la acción del Paráclito; en este pasaje del Evangelio de San Juan,  se manifiesta  claramente que solo Cristo crucificado podía librar a los hombres de la muerte eterna.

 
 


Esta revelación hecha por Jesús a Nicodemo, fue comentada por el Papa San Juan Pablo II  en una Homilía  durante su visita a la parroquia romana de Santa Cruz de Jerusalén (Domingo 25 de marzo de 1979):

“Vengo aquí para adorar en espíritu, junto con vosotros, el misterio de la cruz del Señor. Hacia este misterio nos orienta el coloquio de Cristo con Nicodemo…Jesús tiene ante sí a un escriba, un perito de la Escritura, un miembro del Sanedrín y, al mismo tiempo, un hombre de buena voluntad. Por eso decide encaminarlo al misterio de la Cruz…

Y he aquí que Cristo explica hasta el fondo a su interlocutor, estupefacto, pero al mismo tiempo dispuesto a escuchar y a continuar el coloquio, el significado de la Cruz: <<tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna>> (Jn 3, 16).

La Cruz es una nueva revelación de Dios. Es la revelación definitiva. En el camino del pensamiento humano dirigido hacia Dios, en el camino de la comprensión de Dios se cumple un vuelco radical. Nicodemo, hombre noble y honesto y, al mismo tiempo, discípulo y conocedor del Antiguo Testamento, debió  sentir una sacudida interior.

Para todo Israel Dios era, ante todo, Majestad y Justicia. Era considerado como un Juez que recompensa o castiga. El Dios de quien habla Jesús, es Dios que envía a su propio Hijo no <<para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él>>. Es el Dios del amor, el Padre que no retrocede ante el sacrificio del Hijo para salvar al hombre”.

 


Nada se dice en los Evangelios de si este insigne fariseo acabó convencido con el magisterio de Jesús, sin embargo si sabemos que le amó desde aquel momento, demostrándolo después cuando fue a buscar su cadáver y quiso perfumarlo y  envolverlo en un lienzo  costoso  para que descansara en un sepulcro nuevo (Jn 19, 39-42).

En otra ocasión, al realizar Jesús su tercer viaje a Jerusalén, durante la celebración de la fiesta de los Tabernáculos, la cual duraba ocho días, y en la que los judíos habitaban en chozas de ramaje, para recordar cómo habían vivido sus padres, bajo tiendas, por espacio de cuarenta años en el desierto,  el día de la fiesta  más relevante, llegó hasta el lugar y daba grandes voces diciendo (Jn 7, 37-39):

-Quien tenga sed, venga a mí y beba

-Quien cree en mí, como dijo la Escritura (Is 44,3; 55,1; Ez 47,1-3) manarán de sus entrañas ríos de agua viva

-Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en Él. Porque todavía no había Espíritu, puesto que Jesús no había sido aún glorificado.

Para entender mejor este pasaje del Evangelio de San Juan, hay que tener en cuenta las circunstancias que rodeaban la fiesta de los Tabernáculos. En dicha fiesta, todos los días, un sacerdote se acercaba hasta la fuente de Siloé, acompañado por la muchedumbre, para sacar agua de la misma, la cual luego vertía en el templo, delante del altar. Esto se hacía cantando el himno de acción de gracia de Yahveh (Is 12,1-4).

 
 



El Papa Benedicto XVI refiriéndose al  pasaje del Evangelio de San Juan,  anterior, en su libro Jesús de Nazaret. 1ª parte (La Esfera de los libros S.L., 2007) asegura que:

“El séptimo día los sacerdotes daban siete vueltas en torno al altar con la vasija de oro antes de derramar el agua sobre él. Estos ritos del agua se remontan, de una parte, al origen de la fiesta en el contexto de las religiones naturales: en un principio la fiesta era una súplica para implorar la lluvia, tan necesaria en una tierra tan amenazada por la sequía; pero más tarde el rito se convirtió en una evocación histórico-salvífica del agua que Dios hizo brotar de la roca para los judíos durante su travesía del desierto, no obstante todas sus dudas y temores.

El agua que brota de la roca, en fin, se fue transformando cada vez más en uno de los temas que formaban parte del contenido de la esperanza mesiánica: Moisés había dado a Israel, durante la travesía del desierto, pan del cielo y agua de la roca. En consecuencia, también se esperaban del nuevo Moisés, del Mesías, estos dones básicos de la vida...

Jesús responde a esta esperanza con las palabras que pronuncia casi como insertándolas en el rito del agua: Él es el nuevo Moisés. Él mismo es la roca que da la vida.

 
 


Al igual que en  el sermón sobre el pan se presenta a sí mismo como el verdadero pan venido del cielo, aquí se presenta de modo similar a lo que ha hecho ante la samaritana como el <agua viva> a la que tiende la sed más profunda del hombre, la sed de la vida, de <vida…en abundancia>; una vida no condicionada ya por la necesidad, que ha de ser continuamente satisfecha, sino que brota por sí misma desde el interior. Jesús responde también a las preguntas: ¿ cómo se bebe esta agua de vida? ¿Cómo se llega hasta la fuente y se toma el agua?...
La fe en Jesús es el modo en que se bebe el agua viva, en que se bebe la vida que ya no está amenazada por la muerte”

Recordaremos todavía una última ocasión, en la que Jesús habló de la llegada del Espíritu Santo a sus Apóstoles; fue, cuando terminada la Última Cena, una vez denunciada la traición de la que sería objeto por parte de Judas Iscariote,  habiéndose ya ausentado éste, presa de Satanás, tomando la palabra, dio un Sermón recogido por San Juan en su Evangelio (Jn 13, 31-35), en el cual entre otras muchas cosas, de enorme importancia, habló de nuevo de la eminente venida del Paráclito:

-Si me amaréis, guardaréis mis mandamientos;

-y yo rogaré al Padre, y os daré otro Abogado, para que esté con vosotros perpetuamente:

-el Espíritu de la Verdad, que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni conoce; vosotros le conocéis, pues con vosotros mora y en vosotros estará

 



Y más adelante, sigue diciendo el  Señor (Jn 14, 25-26):

-Estas cosas os he hablado, mientras permanecía con vosotros;

-más el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas y os recordará todas la cosas que os dije yo.

Con estas reveladoras palabras, Jesús nos prometía a todos los creyentes, por extensión, una vez más, la llegada del Espíritu Santo, algo muy importante si tenemos en cuenta como Éste se sigue manifestando, a través de los siglos, continuamente a la humanidad, aunque no toda ella escuche su mensaje, desaprovechando la ocasión de santificarse.

 
 


A este propósito, dice el Rmo. Fr. Justo Pérez de Urbel (Misal y Devocionario del hombre católico), con motivo de la situación  de la Iglesia de Cristo el domingo después de la Ascensión a los cielos del Salvador:
“El día de la Ascensión nos llenábamos de alegría por el triunfo de Cristo, que es también nuestro triunfo; pero hoy su ausencia arroja sobre nosotros un velo de melancolía. Él ha subido a los cielos, y, aunque es verdad que prometió no dejarnos huérfanos, el Espíritu Consolador no ha venido todavía. Llena de nostalgia, la Iglesia eleva su voz hacia Él y busca su rostro”

La promesa de Jesús, de la llegada del Paráclito a todo el pueblo mesiánico, se realizó en primer lugar, el día de Pascua, cuando se apareció a los discípulos, estando ausente Tomás  (Jn 20, 19-23):

-Siendo, pues, tarde aquel día, primero de la semana, y estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas de la casa donde estaban los discípulos, vino Jesús y se presentó en medio de ellos y les dice: Paz sea con vosotros…

-Esto dicho, sopló sobre ellos, y les dice: Recibid el Espíritu Santo

-A quienes perdonéis los pecados, perdonados le, son; a quienes los retuviereis, retenidos quedan

 


De esta forma, el Señor instituyó el Sacramento de la Confesión, pero la plena efusión del Espíritu Santo, la reservaría para más tarde, el día de  la fiesta de Pentecostés, tal como leemos en el libro de San Lucas (Hechos de los Apóstoles 2, 1-4). El Rmo. Fr. Justo Pérez de Urbel (Ibid), con motivo de la misa correspondiente al domingo de la celebración de ésta gran fiesta de la Iglesia, se expresa en los términos siguientes:

“La pequeña Iglesia de ciento veinte personas se halla congregada en el Cenáculo de Jerusalén, en torno al príncipe de los Apóstoles. Este Cenáculo es hoy San Pedro de Roma, la Iglesia Ecuménica, que abraza todos los pueblos y todas las lenguas. Hacia la hora Tercia, las nueve de la mañana, hace su aparición el Espíritu Santo. Hoy va a descender también sobre todos los templos, durante la Santa Misa. No visiblemente, pero si de una manera invisible. Por eso rezamos de rodillas: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”

El Papa Juan Pablo II, en su catequesis del miércoles 20 de mayo de 1998, refiriéndose también a este importantísimo acontecimiento de la Iglesia  expuso las siguientes ideas:

“Según el libro de los Hechos, la promesa se cumple el día de Pentecostés: Quedaron todos llenos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse. Así se realiza la profecía de Joel: <En los últimos días-dice Dios-derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestra hijas (Hech 2,17). San Lucas considera a los Apóstoles como representantes del pueblo de Dios de los tiempos finales, y subraya con razón que este Espíritu de profecía se derramará en todo el pueblo de Dios”

 


En esta misma catequesis el Papa San Juan Pablo II, nos habla de San Pablo, el cual, según nos dice pone de relieve la dimensión renovadora y escatológica de la acción del Paráclito, que se presenta como fuente de vida nueva y eterna, comunicada por Jesús a su Iglesia:

“El pecado fundamental del que el Paráclito convencerá al mundo es el no haber creído a Cristo. La justicia que señala en (Jn 16,7), es la que el Padre ha hecho a su Hijo crucificado, glorificándole con la resurrección y ascensión al cielo. El Juicio, en este contexto, consiste en poner de manifiesto la culpa de cuantos, dominados por Satanás, príncipe de este mundo, (Jn, 16,11), ha rechazado a Cristo, el que orienta las mentes y los corazones de los discípulos hacia la plena adhesión, a la <verdad> de Jesús”.

En la antigüedad, en la noche del sábado al domingo en que se celebraba la fiesta de la llegada del Paráclito, durante la llamada <vigilia de Pentecostés>, eran bautizados en Roma, todos aquellos creyentes que por una u otra causa no  habían recibido este Sacramento por Pascua. Por este motivo en los textos litúrgicos de la Iglesia aparecen unidos estos dos acontecimientos y por eso se dice que los cristianos somos bautizados en el Espíritu Santo. Es interesante recordar en este sentido a San Lucas en su libro de los Hecho de los Apóstoles, cuando nos relata los acontecimientos sucedidos, al Apóstol San Pablo, durante su estancia en  Éfeso, estando ausente su discípulo Apolo (Hech 19, 1-6):




-Y aconteció que, mientras que Apolo estaba en Corinto, Pablo, recorriendo las regiones superiores, bajó a Éfeso y halló algunos discípulos.

-Y les dijo: ¿Recibisteis, al creer, el Espíritu Santo? Ellos a él: < Es que ni siquiera nos enteramos de que haya Espíritu Santo>

-Él dijo: ¿Con qué bautismo, pues, fuiste bautizados? Ellos dijeron: <Con el bautismo de Juan>

-Dijo Pablo: <Juan bautizó con bautismo de penitencia, diciendo al pueblo que creyesen en el que había de venir tras él, es decir Jesús>

-Oído esto, fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús.

- Y habiéndolos Pablo impuesto las manos, vino el Espíritu Santo sobre ellos y hablaban en lenguas y profetizaban

 


El Catecismo de la Iglesia Católica (Segunda Parte. La celebración del misterio cristiano; nº 1288), refiriéndose a Pentecostés aclara:
“Desde aquel tiempo, los Apóstoles, en cumplimiento de la voluntad de Cristo, comunicaban a los neófitos, mediante la imposición de las manos, el don del Espíritu Santo, destinado a completar la gracia del Bautismo…

Es esta imposición de las manos la que ha sido con toda razón considerada por la tradición católica como el primitivo origen del Sacramento de la Confirmación, el cual perpetúa, en cierto modo, en la Iglesia, la gracia de Pentecostés” (Pablo VI, Const. Apost. <Divinae Consortium Naturae>).

Es abrumadora la enorme información bibliográfica existente sobre el Sacramento de la Confirmación, no obstante, en algunos aspectos, sigue pareciendo el <gran desconocido>, incluso entre muchos creyentes. Los Papas de todos los tiempos mediante sus magisterios han tratado de hacer comprensible, toda la carga teológica que encierra dicho Sacramento, y la tremenda  importancia de recibirlo. Así, por ejemplo, el Papa san Juan Pablo II en su “Regina Caeli” (27 de mayo de 1979), se manifestó en los términos siguientes:

“La venida del Espíritu Santo en la Confirmación, con sus dones y frutos propios, tiene como objetivo específico la formación de  cristianos maduros y responsables, así como lo fueron finalmente los Apóstoles a la salida del Cenáculo. Como en ellos también la madurez de los confirmados se expresa en el apostolado consciente y activo, como testimonio vigoroso del Señor resucitado y de su Evangelio. Y es aquí donde se funda, en último análisis, el necesario apostolado de los laicos en la Iglesia”.

Así, pues, el Sacramento de la Confirmación imprime en el alma una marca espiritual indeleble, según el Concilio de Trento el <Carácter>, el signo de que Jesucristo se vale para revestir a los hombres de la fuerza necesaria, para que sean sus testigos. Por otra parte, la <gracia>, es ante todo y sobre todo, el don del Espíritu Santo, que nos justifica y santifica, dándonos sabiduría, entendimiento, capacidad de consejo, fortaleza, ciencia, piedad y sabio temor de Dios, para asociarnos a la obra salvadora de Jesucristo.




Los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, como sabemos por los Evangelios, están íntimamente relacionados, pero son distintos; ambos sin embargo <imprimen carácter>, esto es, sólo pueden recibirse una vez en la vida, y como advierte el teólogo y apologista, católico converso estadounidense, Scott Hahn, en su libro “Comprometidos con Dios”:

“La palabra <firme> está en el centro del Sacramento, y esto significa una recuperación, una confirmación del cristiano. Por el Bautismo entramos a formar parte de la familia; gracias a la Confirmación, Dios nos concede su gracia para alcanzar la madurez cristiana…

El Padre envió a su Hijo para darnos el Espíritu Santo, Cristo nos otorgó nueva vida con el Bautismo, pero es sólo el principio. La recepción de este Sacramento, es necesario para la plenitud de la gracia bautismal. En la Confirmación recibimos la plenitud de los dones del Espíritu Santo”.

 



En efecto, tal como aseguraba San Pablo en su segunda carta dirigida a los creyentes de Corinto, al recibir la plenitud de los dones del espíritu Santo, se encontraban en disposición de realizar su labor evangelizadora con total garantía de triunfar en su empeño (II Co 3, 1-6):

-¿Comenzamos otra vez a recomendarnos a nosotros mismos? ¿O por ventura necesitamos, como algunos, de cartas de recomendación para vosotros o de vosotros?

-Nuestra carta vosotros sois, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres;

-como que es manifiesto que sois carta de Cristo, escrita por ministerio nuestro, y escrita no con tinta, sino con Espíritu de Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en tablas que son corazones de carne.

-Y esta tal confianza la tenemos por Cristo para con Dios.

-No que por nosotros mismos seamos de discurrir algo como de nosotros mismos, sino que nuestra capacidad nos viene de Dios,

-quien asimismo nos capacitó para ser ministros de una nueva alianza, no de letra, sino de Espíritu; porque la letra mata, más el Espíritu vivifica.

 
La fiesta de Pentecostés que se celebra en la actualidad podría asimilarse a la proclamación oficial y pública de la Iglesia Católica, en la que los enviados de Cristo, llenos del Espíritu Santo, salen de la oscuridad hasta entonces vivida, para dedicarse a la predicación del Evangelio de Jesús.

Recordemos, a este respecto, que el Catecismo nos dice que el Sacramento de la Confirmación, confiere crecimiento y profundidad a la gracia bautismal. En una palabra, nos introduce más profundamente en la filiación divina, que nos hace decir <Abba>, <Padre>, nos une más firmemente a Cristo y aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo, vinculándonos de forma más perfecta a la Iglesia y sobre todo, nos concede una fuerza especial para la evangelización de las gentes, esto es, para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras, como verdaderos testigos de Jesucristo, sin sentir jamás vergüenza de la Cruz.

El Papa Benedicto XVI, en su libro “Juan Pablo II mi amado predecesor”, al hablar de las Encíclicas Trinitarias de su antecesor en la Cátedra de San Pedro, y más concretamente refiriéndose a la Carta Encíclica <Redemptor  hominis >, dice lo siguiente:

“La unción de la Iglesia de Cristo, no es la vinculación con un pasado, sino más bien el vínculo con Aquel que es y da futuro, e invita a la Iglesia a abrirse a un nuevo Periodo de fe…

 
 


La implicación personal, la esperanza, pero también su profundo deseo de que el Señor pueda darnos un nuevo Pentecostés, se evidencia cuando, casi como una explosión, Juan Pablo II, prorrumpe en la siguiente invocación: ¡Ven Espíritu Santo!, ¡Ven!, ¡Ven!”.

 

 

 

 

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