La Iglesia de Cristo es santa, es el <Pueblo de Dios> y por ello sus miembros desde antiguo fueron llamados <santos>. Así, por ejemplo, en el libro los <Hechos de los Apóstoles> de san Lucas podemos encontrar este apelativo en boca de Ananías, aquel discípulo del Jesús que se encontraba en Damasco (Hch 9, 10-14):
“Había en Damasco un discípulo
llamado Ananías. El Señor le dijo en una visión: ¡Ananías! El respondió: Aquí
me tiene Señor / Y el Señor le dijo: Levántate vete a la calle Recta, y busca
en la casa de Judas a un tal Saulo de Tarso. Está allí orando / y ha visto a un
hombre llamado Ananías, que entra y le impone las manos para devolverle la
vista / Ananías respondió: Señor, oí de muchos a cerca de ese hombre, cuantos
males causó a tus santos de Jerusalén”
El Señor manifiesta a Ananías que
Saulo ha recibido una visión en la que le ha visto a él, como enviado de Dios.
Ananías quiere ir, pero advierte al Señor respecto a la información que posee,
sobre el comportamiento, muy negativo, de Saulo en Jerusalén, para con sus
seguidores, a los que identifica con el nombre de <santos>.
En efecto, como podemos leer en
el Catecismo de la Iglesia católica (nº 824 y nº 825):
“La Iglesia, unida a Cristo, está
santificada por Él; por Él y en Él, ella también ha sido hecha santa. Todas las
obras de la Iglesia se esfuerzan por
conseguir < la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de
Dios> (Socrosanctum Concilium, S C 10).
En la Iglesia es donde está
depositada <la plenitud total de los medios de salvación> (Unitatis
Redintegratio, UR 3). Es en ella donde <conseguimos la santidad por la
gracia de Dios> (Lumen Gentium, LG 48)”
“<La Iglesia, en efecto, ya en
la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía
imperfecta> (LG 48). En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por
alcanzar: <Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están
llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo
modelo es el mismo Padre> (LG 11)”
De esta manera, la Iglesia
contemplando, sin duda, la santidad de la Virgen, Madre de Dios, e imitando su
caridad, así como su cumplimiento de la voluntad del Padre, trata de conservar
y conserva, por virtud del Espíritu Santo, la virginal fe de María, y una
caridad sincera entre todos sus miembros, tal cómo se estipula en el Documento
conciliar (LG 65):
“Mientras la Iglesia ha alcanzado
en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni
arruga (Ef 5, 27), los fieles luchan todavía por crecer en la santidad, para
vencer enteramente el pecado, y por eso, levanta los ojos a María, que
resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos.
La Iglesia, meditando
piadosísimamente sobre la Virgen María, y
contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más
a fondo en el soberano misterio de la <Encarnación> y se asemeja cada vez
más a su Esposo. Pues María, que por su íntima participación en la historia de
la salvación reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la
fe, en cuanto es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su
sacrificio y al amor del Padre.
La Iglesia a su vez, glorificando
a Cristo, se hace más semejante a su excelsa Modelo, progresando continuamente
en la fe, en la esperanza y en la caridad, y buscando y obedeciendo en todo la
voluntad divina…”
Ciertamente, la Iglesia tiene como misión la regeneración de los hombres y es en virtud de su relación con la Persona y obra de Jesús que se considera <santa>. En este sentido, la Iglesia siempre ha anunciado que como comunidad es <santa> en un grado singular.
La Iglesia enseña, así mismo, que
la santidad es una de las cuatro características esenciales que posee, siendo
estas: <unidad>, <catolicidad>, <apostolicidad> y <santidad>.
En este contexto, después de más
de veinte siglos, la Iglesia se presenta, como siempre, anunciando a Jesús como
Nuestro Señor Jesucristo, porque en Él y en ningún otro reside la salvación,
porque Él, es mismo ayer, hoy, y siempre, y nos pide a los hombres, a través de
sus enviados, que seamos caritativos, conservemos la pureza de cuerpo y alma, y
evitemos el egoísmo y la avaricia (Heb 13, 1-8):
“Consérvese la caridad / De la
fraternidad no os olvidéis, pues, por ella algunos sin saberlo, hospedaron
ángeles / Acordaos de los prisioneros, como compañeros de sus prisiones, de los
que sufren vejaciones, como que también vosotros arrastráis ese cuerpo / Sea
para todos el matrimonio cosa digna de honor, y el trato conyugal inmaculado,
porque a fornicarios y adúlteros los juzgará Dios / Sea vuestro proceder exento
de avaricia, contentándoos con lo que presente tenéis; puesto que Él ha dicho:
<No, no te dejaré, ni te abandonaré> (Dt 31, 6-8); / de suerte que con
osada confianza podemos decir (Sal 117, 6): ¿Qué me podrá hacer el hombre? El
Señor es mi auxilio; no te temeré; sumisión a los a los maestros de la fe y
fidelidad a sus enseñanzas / Acordaos de vuestras guías, los cuales os hablaron
la palabra de Dios; de quienes considerando el remate de su vida, imitad de la
fe / Jesucristo ayer, y el mismo es hoy, y también por todo los siglos”
Por todos los siglos, los cristianos
tenemos una Iglesia santa y por ello debemos dejarnos aconsejar y tomar como
modelos a aquellos maestros de la fe que nuestro Señor Jesucristo a través del
Espíritu Santo nos ha enviado. Debemos seguir a nuestros guías, que son
aquellos hombres y mujeres que han demostrado con hechos y con palabras su
santidad. Y por encima de todos ellos seguir al <santo entre los santos>,
Cristo Señor, el cual dio la vida por la salvación del género humano.
Con razón al apóstol san Pablo, en
muchas ocasiones, al iniciar y/o terminar sus epístolas, le gustaba referirse a
los miembros de las distintas comunidades a las cuales iban dirigidas, con el
apelativo de santos (Rm 1, 7 y 15-26; 1Cor 1, 2; 2 Cor 1,1; 2 Ef 1,1; Fl 1, 1;
1 Te 5, 27; Heb 3,1).
Sí, la Iglesia de Cristo que es
<santa> con firme convicción, repite constantemente a las nuevas
generaciones, y especialmente a aquellas personas que desgraciadamente han
sucumbido a las teorías del relativismo materialista:
<Acoged a Cristo en vuestra
existencia>, porque sólo Él es <el camino, la verdad y la vida>,
porque la eficacia de la Palabra de Dios es enorme (Heb 4 4, 11-16):
“Trabajemos, pues, por entrar en
aquel reposo (del pueblo de Dios), a fin de que nadie, a ejemplo de ellos (los
que no han creído), caiga en la misma contumacia / porque viviente es la
Palabra de Dios, y obradora, y más tajante que espada alguna de dos filos y que
penetra hasta la división del alma y del espíritu, y de las coyunturas, y de
las medulas, y discierne los sentimientos y pensamientos del corazón; / y no
hay criatura invisible en su presencia, antes todo está desnudo y descubierto a
sus ojos, delante de quien habremos de dar cuentas / teniendo, pues, un
Pontífice grande, que ha penetrado los cielos, Jesús, el Hijo de Dios,
mantengamos firme la fe que profesamos / pues no tenemos un Pontífice incapaz
de compadecerse de nuestras flaquezas, antes pues probado en todo a semejanza
nuestra, excluido el pecado / Lleguemos, pues, con segura confianza al trono de
la gracia, para que alcancemos misericordia y hallemos gracia en orden a ser
socorridos en el tiempo oportuno”
Así pues, la Iglesia católica que
es santa por su Cabeza, Nuestro Señor Jesucristo, siempre pide a sus fieles que
se mantengan firmes en la fe que profesan, a fin de lograr con segura confianza
la gracia de la santidad. No obstante, muchos aún, dirán sin reparos, después
de leer los versículos anteriores de la Carta a los Hebreos: < sí, todo eso
está muy bien, pero ¿qué quiere decir, realmente, llegar a ser santos? e
incluso, ¿Quién está llamado a ser santo?...
Con cierta frecuencia,
olvidándose los cristianos de las enseñanzas recibidas en el seno de su
Iglesia, llegan a pensar que eso de la santidad, está reservada para unos <pocos>
elegidos de Dios, capaces de hacer grandes cosas.
Pero no, como el Papa Benedicto
nos aclaraba en su Audiencia General del 13 de abril de 2011:
“La santidad, la plenitud de la
vida cristiana no consiste en realizar obras extraordinarias, sino en unirse a
Cristo, en vivir sus misterios, en hacer nuestras sus aptitudes, sus
pensamientos, sus comportamientos. La santidad se mide por la estatura que
Cristo alcanza en nosotros, con el grado como, con la fuerza del Espíritu
Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. En ser semejantes a Jesús
como afirma san Pablo: <Porque a los que había conocido de antemano los
predestinó a reproducir la imagen de su Hijo> (Rm 8, 29). Y san Agustín
exclama: <Viva será la vida llena de ti> (Confesiones 10, 28)
El Concilio Vaticano II, en la
constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la
santidad, afirmando que nadie está excluido de ella:
<En los diversos géneros de la
vida y ocupaciones, todos practican la misma santidad. En efecto, todos, por la
acción del Espíritu Santo, siguen a Cristo, pobre, humilde y con la cruz a
cuestas, para merecer tener parte, en su gloria (LG, 41)”
Al releer estas palabras de
Benedicto XVI observamos, que una vez más, este Pontífice apoya sus
razonamientos en las ideas del apóstol san Pablo y del doctor de la Iglesia san Agustín, y la verdad que no es
para menos, porque ambos alcanzaron en grado sumo la santidad que los seres
humanos buscamos.
Concretamente la cita de san Pablo se refiere a la <Carta a los romanos>, cuando el apóstol indica a esta comunidad cristiana la forma en que se desarrollan los planes divinos (Rm 8, 27-30):
Concretamente la cita de san Pablo se refiere a la <Carta a los romanos>, cuando el apóstol indica a esta comunidad cristiana la forma en que se desarrollan los planes divinos (Rm 8, 27-30):
“El que sondea los corazones sabe
cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede según Dios en favor de los
santos / Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a
Dios, de los que son llamados según su designio / Porque a los que de antemano
eligió también predestinó para que lleguen a ser conformes con la imagen de su
Hijo, a fin de que Él sea primogénito entre muchos hermanos / Y a los que
predestinó también los justificó, y a los que justificó también los glorificó”
Son palabras ciertamente
reconfortantes, las del apóstol del Señor, que nos animan a progresar en el
camino de búsqueda de la santidad, aunque siempre surjan las dudas y éstas nos
lleven a preguntarnos, ¿puedo hacerlo con mis fuerzas?...
Para el Papa Benedicto XVI el
tema de la santidad de los miembros de la Iglesia estaba muy claro, por eso,
responde con sencillez a preguntas de este tipo (Ibid):
“Una vida santa no es fruto
principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el
tres veces santo (Is 6, 3), quien nos hace santos; es la acción del Espíritu
Santo la que nos anima desde nuestro interior; es la vida misma de Cristo
resucitado la que se nos comunica y la que nos transforma. Para decirlo una vez
más con el Concilio Vaticano II: <Los seguidores de Cristo han sido llamados
por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por los propios méritos, sino por
su designio de gracia.
El bautismo y la fe los ha hecho verdaderamente hijos de Dios, participan en la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos. Por eso deben, con la gracia de Dios, conservar y llevar a plenitud en su vida la santidad que recibieron> (LG, 40).
El bautismo y la fe los ha hecho verdaderamente hijos de Dios, participan en la naturaleza divina y son, por tanto, realmente santos. Por eso deben, con la gracia de Dios, conservar y llevar a plenitud en su vida la santidad que recibieron> (LG, 40).
La santidad tiene, por tanto, su raíz última en la gracia bautismal, en ser insertados en el Misterio Pascual de Cristo, con el que se nos comunica su Espíritu, y su vida de Resucitado.
San Pablo subraya con mucha
fuerza la transformación que lleva a cabo en el hombre la gracia bautismal y
llega a cuñar una terminología nueva, forjada con la preposición <con>:
<con-muertos, con-sepultados, con-resucitados, con-vivificados en Cristo;
nuestro destino está ligado indisolublemente al suyo.
<Pues fuimos sepultados
juntamente con Él mediante el bautismo para unirnos a su muerte para que, así
como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así
también nosotros caminemos en una vida nueva> (Rm 6, 4).
Pero Dios respeta siempre nuestra
libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las exigencias que conlleva;
pide que nos dejemos transformar por la acción del Espíritu Santo, conformando
nuestra voluntad a la voluntad de Dios”
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