Verdaderamente el Papa Juan Pablo
II aún sigue, después de muerto, siendo un gran pescador de hombres, sus
palabras así nos lo muestran. El corazón se llena de alegría y desecha todo
temor al leer sus catequesis y asumirlas como ciertas. No cabe duda, como él
nos decía, el séptimo don del Espíritu Santo, el <temor de Dios>, es la
fuerza impulsora que debe mover a los llamados a realizar en este nuevo siglo
la excelsa tarea de la <nueva evangelización>, y decimos que es excelsa
no ya porque sea notable o excelente, sino porque se ha hecho imprescindible en
los tiempos de perplejidad y turbación que vivimos.
No tenemos más que acercarnos a
lo que está sucediendo en nuestro entorno, cada día y a cada hora, para
comprobar que no estamos exagerando ni un ápice. Por eso, es preciso no
descuidar lo esencial en el culto a Dios a la hora de llevar a cabo la tarea de
la evangelización. En este sentido, el Papa San Juan Pablo II tenía las ideas
muy claras con respecto a las posibles diferencias existentes entre el cristianismo
y cualquier otro tipo de religión:
“A pesar de aspectos
convergentes, hay una esencial divergencia. La mística cristiana de cualquier
tiempo, desde la época de los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente,
pasando por los grandes teólogos de la escolástica, como santo Tomás de Aquino,
y los misticos noreuropeos, hasta los carmelitas, no nace de una
<iluminación> puramente negativa, que hace al hombre consciente de que el
mal está en el apego al mundo por medio de los sentidos, el intelecto y el espíritu,
sino por la revelación del <Dios Vivo>.
Este Dios se abre a la unión con el hombre, y hace surgir en el hombre la capacidad de unirse a Él, especialmente por medio de las virtudes teologales: la fe, la esperanza y sobre todo el amor.
La mística cristiana de todos los
siglos hasta nuestros tiempos, y también la mística de maravillosos hombres de
acción como Vicente de Paúl, Juan Bosco, Maximiliano Kolbe, ha edificado y
constantemente edifica el cristianismo en lo que tiene de más esencial.
Edifica también la Iglesia como
comunidad de fe, esperanza y caridad. Edifica la civilización, en particular,
la <civilazación occidental>, marcada por una positiva referencia al
mundo y desarrollada gracias a los resultados de la ciencia y de la técnica,
dos ramas del saber enraizados tanto en la tradición filosófica de la antigua
Grecia como en la Revelación.
La verdad sobre el Dios Creador
del mundo y sobre Cristo su Redentor es una poderosa fuerza que inspira un
comportamiento positivo hacia la creación, y un constante impulso a
comprometerse en su transformación y en su perfeccionamiento”
(Cruzando el umbral de la esperanza. Juan Pablo II; Circulo de Lectores, S.A.; Licencia editorial para Cierculo de Lectores por cortesía de Plaza & Janés Editores, S.A 1994)
Ciertamente entre el cristianismo y cualquier otro tipo de religión existen diferencias esenciales en el modo de entender la creación, el mundo, el hombre y sobre todo a Dios. Por eso es necesario no descuidar lo que es esencial en la devoción a Dios, desde el punto de vista del Mensaje de Cristo, esto es, desde el punto de vista del cristianismo, en haras de otros tipos de misticismos o fantasias pueriles que nada tienen que ver con la fe católica (universal).
“Si el Dios que está en los
cielos, que ha salvado y salva al mundo, es Uno solo, y es Él que se ha
revelado en Jesucristo, ¿por qué ha permitido tantas religiones?
¿Por qué hacernos tan ardua la
búsqueda de la verdad en medio de una selva de cultos, creencias, revelaciones,
diferentes maneras de fe, que siempre, y aún hoy, crecen en todos los pueblos?”
El Papa respondia a estas
preguntas con sensated y verdad, en espera de ser entendido en sus
apreciaciones:
“El Concilio (Vaticano II) definió las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas en la Declaración conciliar que comienza con las palabras <Nostra aetate> (En nuestro tiempo).
Es un documento conciso y, sin
embargo, muy rico. Se halla contenida en él la auténtica transmisión de la
tradición; cuanto se dice en él corresponde a lo que pensaban los Padres de la
Iglesia desde los tiempos más antiguos.
La Revelación cristiana, desde su
inicio, ha mirado la historia del hombre de una manera en la que entran en
cierto modo todas las religiones, mostrando así la <unidad del género humano
ante el eterno y último destino del hombre>.
La declaración conciliar habla de
esa unidad al referirse a la propensión, típica de nuestro tiempo, de acercar y
unir la humanidad, gracias a los medios de que dispone la civilización actual.
La Iglesia considera el empeño en
pro de esta unidad una de sus tareas: <Todos los pueblos forman una
comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el
género humano sobre la faz de la tierra; y tienen también un solo fin último,
Dios, cuya providencia, manifestación de su bondad y designios de salvación se
extienden a todos…
Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los recónditos enigmas de la condición humana, que ayer como hoy turban profundamente el corazón del hombre: la naturaleza del hombre, el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte y , finalmente, el ultimo e inegable misterio que envuelve nuestra existencia, de donde procedemos y hacia que nos dirigimos…
EL Concilio (Vaticano II) recuerda que la <Iglesia católica no rechaza nada de cuanto hay de verdadero y santo en otras religiones. Considera con sincero respeto esos modos de obrar y de vivir, esos preceptos y esas doctrinas que si bien en muchos puntos difieren de lo que de ella cree y propone, no pocas veces <reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres>.
Pero ella anuncia y tiene la obligación
de anunciar a Cristo, que es, <Camino, Verdad y Vida> (Jn 14, 6), en
quien los hombre deben encontrar la plenitud de la vida religiosa y en quien
Dios ha reconciliado Consigo mismo todas las cosas>”
Así es, los cristianos católicos,
respetusos con todas las religiones del mundo, tenemos el deber de anunciar a
Cristo, tal como proclamó en su día el Apóstol San Pablo con estas palabras:
¡Ay de mí si no predicase el Evangelio! (ICo 9,16).
Por otra parte, la lectura
detenida de los documentos del Concilio Vaticano II, nos muestra que en la tradición cristiana existe una
creencia cierta de la existencia de <semillas del Verbo>, presentes en en
todas la religiones del mundo…En este sentido, como proclama también este gran
Pontifice, en lugar de asustarnos o sorprendernos por la existencia de tantas
religiones, deberíamos más bien admirarnos de que nuestro Creador haya
permitido tantos elementos comunes en ellas a la nuestra. Precisamente el Papa
San Juan Pablo II llegado a este punto
recordaba que (Ibid):
“Las religiones primitivas, las
religiones de tipo animista, que ponen en primer plano el culto a los
antepasados, parece que se encuentran especialmente cercanas al cristianismos.
Con estas religiones, también la actividad misionera de la Iglesia halla más
fácilmente un lenguaje común.
¿Hay en estas religiones, quizá,
una cierta preparación para la fe cristiana en la comunión de los santos, por
la que todos los creyentes, vivos o muertos, forman una única comunidad, un
único cuerpo?
La fe en la comunión de los santos es, en definitiva, fe en Cristo, que es la única fuente de vida y de santidad para todos. No hay nada de extraño, pues, en que los animistas africanos y asiáticos se conviertan con relativa facilidad en confesores de Cristo, oponiendo menos resistencia que los representantes de las grandes religiones del Extremo Oriente”
Y es que Nuestro Señor Jesucristo
fue enviado por el Padre a este mundo para redimir a todos los hombres, pero
tiene ciertamente caminos distintos para llegar al corazón de los mismos, en la
etapa actual de la historia de la salvación. Por otra parte, como apunta el
Papa en sus enseñanzas, en un Continente como África, donde la religión
animista es mayoritaria en muchas regines, el cristianismo es mejor
abrazado que en los países asiáticos, y
es aceptado Cristo, porque tienen en Él
una fe implícita.
Ciertamente la Iglesia católica
se encuentra siempre en estado de alerta para realizar su misión
evangelizadora, muy especialmente en los últimos siglos, debido al renacimiento
de un tipo de paganismo creciente y a la indiferencia o pasotismo de tantas
personas a las que a estas alturas, no ha llegado aún el mensaje de Cristo, por
diversas razones y compromisos.
Por eso, como también nos
recuerda el Papa San Juan Pablo II (Ibid):
“la Iglesia renueva cada día,
contra el espíritu de este mundo, una lucha por el alma del mundo. Si de hecho, por un lado, en él están presentes
los Evangelios y la evangelización, por otra hay una poderosa antievangelización,
que dispone de medios y de programas, y se opone con gran fuerza al Evangelio y
a la evangelización.
La lucha por el alma del mundo contemporáneo es enorme allí donde el espíritu de este mundo parece poderoso…sin embargo, mientras pasan las generaciones que se han alejado de Cristo y de la Iglesia, que han aceptado el modelo laicista de pensar y de vivir, o a las que ese modelo les ha sido impuesto, la Iglesia mira siempre hacia el futuro; sale, sin detenerse nunca, al encuentro de las nuevas generaciones. Y se muestra con toda claridad que las nuevas generaciones acogen con entusiasmo lo que sus padres parecían rechazar”
La nueva evangelización ha sido
acusada de muchas cosas, cuando realmente lo único que ha pretendido y sigue
realizando es la enseñaza de <aquello que es esencial en el culto al
verdadero Dios>, y ha cuidado de que no se produgcan desviaciones de la
doctrina de Cristo. Una profunda lectura de la Declaración conciliar
<Dignitatis humanae>, sobre la libertad religiosa, ayudaría, según el
Papa, a esclarer y disipar los temores que se intentan despertar sobre esta
importante labor, quizás con la idea de abrumar a la Iglesia y quitarle el
empuje necesario para seguir acometiendo la misión divina de la evangelización.
Porque no hay duda que sigue
existiendo una clara necesidad de lo que se ha dado en llamar <nueva
evangelización> en pleno siglo XXI, y tampoco hay duda de que a pesar de los
aspectos negativos de esta nueva etapa de la historia, la juventud, las nuevas
generaciones, siguen buscando a Dios, siguen buscando el sentido de la vida,
pero buscan respuestas definitivas a aquella pregunta del joven del Evangelio
de San Lucas dirigida al Señor: ¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?
(Lc 10, 25). Y en esta búsqueda no pueden pasar de lejos sin contar con la
Iglesia de Cristo y como también aseguró en su día el Papa San Juan Pablo II:
“La Iglesia no puede dejar de
encontrar a los jóvenes. Solamente hace falta que la Iglesia posea una profunda
comprensión de lo que es la juventud, de la importancia que reviste para todo
hombre.
Hace falta también que los
jóvenes conozcan a la Iglesia, que descubran en ella a Cristo, que camina a
través de los siglos con cada generación, con cada hombre.
Camina con cada uno como un
amigo. Importante en la vida de un joven es el día en se convence que éste es
el único Amigo que no defrauda, con el que siempre se puede caminar”
Por otra parte, recordemos que con la recepción de los Sacramentos, el hombre se encuentra mejor preparado para escuchar la palabra de Dios y para dar a conocer el mensaje de Jesús. Ahora bien, es necesario también, que en las sociedades exista <un terreno cultivado bien abonado>, tal como advertía el Papa Benedicto XVI en su mensaje para la <Jornada de oración> por las vocaciones sacerdotales y religiosas del año 2007:
“Para que la Iglesia pueda
continuar y desarrollar la misión que Cristo le confió, y no falten los
evangelizadores que el mundo tanto necesita, es preciso que nunca deje de haber
en las comunidades cristianas una constante educación en la fe de los niños y
de los adultos; es necesario mantener vivo en los fieles un sentido activo de
responsabilidad misional y una participación solidaria con los pueblos de toda
la tierra. El don de la fe llama a todos los cristianos a cooperar en la
evangelización. Esta toma de conciencia se alimenta por medio de la predicación
y la catequesis, la liturgia y una constante formación en la oración”
Precisamente, la Iglesia (Decreto
<Ad Gentes> del Concilio Vaticano II), ha sido enviada por Dios a las
gentes para ser <el Sacramento universal de salvación>, y los Apóstoles,
sobre los que ha sido fundada la Iglesia, siguiendo el ejemplo de Cristo,
<predicaron la Palabra de la verdad>. Es por esto que sus sucesores a lo
largo de los siglos, han tenido y tienen la obligación de perpetuar el Mensaje
de Jesucristo, para que <la Palabra de Dios sea difundida y glorificada>,
en todo el mundo.
Más concretamente, como se nos
enseña también en el <Decreto de Vaticano II> anteriormente aludido, la misión evangelizadora de la Iglesia abarca
aquel tiempo que va desde la primera venida del Mesías hasta su segunda venida,
en la Parusía, esto es, al final de los tiempos. Y esto es así porque la
actividad misional o evangelizadora <no es ni más ni menos que la
manifestación de la Epifanía del designio de Dios y su cumplimiento en el mundo
y en su historia, en la que Dios realiza abiertamente, por la misión, la
historia de la salud. Por la palabra de la predicación y por la celebración de
los Sacramentos, cuyo centro y cumbre es la Sagrada Eucaristía, la actividad
misionera hace presente a Cristo autor de la salvación>
(Capitulo primero. Principios
doctrinales. Decreto < Ad Gentes> Vaticano II).
Lo concibió como un momento
solemne para que en toda la Iglesia se diese <una auténtica y sincera
profesión de la misma fe>, libre y consciente, interior y exterior, humilde
y franca> (Ver Exhortación Apostólica de Pablo VI. Dada en Roma 22 de
febrero de 1967): Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una
<exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para
confirmarla, para confesarla…
En ciertos aspecto, mi Venerable
Predecesor vio este Año como una <consecuencia y exigencia
postconciliar>, consciente de las graves dificultades del momento, sobre todo respecto a la
profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación”Con este preámbulo el Papa Benedicto XVI nos sitúa ante cuales son algunas de las razones que a él le llevaron a proclamar un segundo <Año de fe>, puesto que como todos los fieles de la Iglesia católica, en particular, y los de otras comunidades cristianas, saben, la crisis de fe por la que está pasando la humanidad, es preocupante y abrumadora, y porque como el Papa Benedicto aseguraba en esta misma carta (Ibid):
“La renovación de la Iglesia pasa
a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma
existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer
resplandecer la Palabra de la verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente
el Concilio, en la Constitución dogmática <Lumen gentium>, afirmaba:
<Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha> (Hb 2, 17), no conoció
pecado (II Co 5, 21), sino que vino solamente a, expiar, los pecados del pueblo
(Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa
y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la
renovación.
La Iglesia continúa su
peregrinación <en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de
Dios>, anunciando la Cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (I Co 11,
26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder
superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto
interiores como exteriores, y revelar al mundo el misterio de Cristo aunque
bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a
plena luz”
(Conc. Ecum. Vat. II, Const. Dogm.
<Lumen gentium>)
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