Dice san Juan Damasceno, teólogo y escritor sirio, doctor de la Iglesia (676-749 d.C), refiriéndose a la Madre de Dios:
“María se somete gustosa a la
muerte corporal, siguiendo el ejemplo de su divino Hijo; pero a su Hijo le
plugo resucitar el virginal cuerpo de sus Madre antes de la común y universal resurrección, y, uniéndolo con su
alma gloriosa, lo trasladó al cielo”
La vida de san Juan Damasceno, no
es bien conocida, pero por las obras que de él se han conservado hasta nuestros
días, se puede deducir, sin lugar a dudas, que era un cristiano auténtico, en
medio de una sociedad, en gran parte no creyente, lo cual le da más mérito si
cabe.
Era un hombre erudito, que dedicó
todos sus esfuerzos a la Iglesia de Cristo, defendiéndola de los ataques de sus
enemigos en el tiempo que le tocó vivir. Concretamente, hacia el año 730 el emperador León el Isáurico
público un primer edicto prohibiendo la veneración de las imágenes y su
exhibición en lugares públicos, al cual dio replica san Juan Damasceno mediante
un escrito apologético; y continuó haciendo lo mismo en posteriores ocasiones, que
se fueron produciendo a partir de aquella primera acción del emperador. Este
hombre cruel pensó en vengarse del teólogo levantando un falso testimonio
contra él; falsificó una carta en la que se daba a entender que el santo varón
entregaría la ciudad de Damasco a los
enemigos y se la envió al califa, el cual la aceptó como autentica, y entonces
enfurecido, ordenó que se le cortara la mano con la que supuestamente la había
escrito.
La sentencia, cuentan sus
hagiógrafos, que se llevó a la práctica, pero la Virgen María se la restauró
milagrosamente, pues era mucha la devoción de este santo por la Madre de Dios.
La prueba fehaciente de la
devoción del santo por María ha quedado reflejada en una de sus Homilías que
especialmente, dedicó a la Asunción de la Virgen. En este hermoso sermón
san Juan Damasceno explica cómo fue la traslación del cuerpo de la santísima
Madre de Dios al cielo, un relato, que según él mismo advierte, merece total
credibilidad ya que se basa en la tradición más antigua (anterior al siglo VI
d.C) de la Iglesia de Cristo.
La Iglesia celebra la fiesta de la Asunción de la Virgen María el 15 de agosto, declarada dogma de fe por el Papa Pio XII en 1950:
“Con esta solemnidad celebramos
en primer lugar la muerte de María, lo que los antiguos llamaban Dormición. Es
el verdadero nacimiento, el <natale>, que la Iglesia celebra de todos los
santos. Pero esta muerte tiene características especiales: es una asunción al
cielo en cuerpo y alma. María después de su muerte, es arrebatada por una
virtud milagrosa y llevada al Empíreo. Es un triunfo maravillo; la corte
celestial se alegra, los ángeles cantan la gloria de la que es Reina del cielo
y de la tierra, y María entra en posesión de una felicidad superior a la de
todas las criaturas…” (Rmo. P. Fr. Pérez de Urbel)
Sobre la muerte de María no
tenemos ningún testimonio histórico definitivo, puesto que existe una tradición
que la coloca en Éfeso y otra que pone la escena en Jerusalén, pero ciertamente
para la Madre de Dios estaba escrito las palabras de la liturgia que se suelen
utilizar en esta festividad:
<Mi morada está en la
comunidad de los santos. Me he elevado como un cedro del Líbano, como un ciprés
en el monte Sion>
Por eso, cuando los hombres bajo la acción de su mortal enemigo intentan descartar el Santo Misterio de la Encarnación de Jesús, que tuvo lugar en el vientre de una joven, la Virgen María, Madre de Dios, es necesario recordar de nuevo, y alabar este gran evento que ocurrió hace ya más de 2000 años.
En realidad esta perversa
pretensión ha persistido, desde el comienzo, y ya en tiempos próximos al
nacimiento de Jesús, ocurrió que el rey Herodes informado por unos magos de
Oriente de la llegada del rey de los judíos, es decir, aquel Salvador del mundo
denominado Mesías, por el pueblo de Israel, se alarmó enormemente y con él toda
su corte (Mt 1, 1-3).
Herodes entonces convocó a todos
los sumos sacerdotes y a los maestros de la Ley y les interrogó sobre la ciudad
en que tendría lugar hecho tan trascendente, pues estaba asustado pensando que
la llegada del Mesías provocaría el final de su poder y en definitiva de su
reinado (Mt 2, 1-12); por eso, él pretendía acabar con este posible nacimiento,
de la forma que fuera, por lo que les rogó a los magos que regresaran, después
de ver al Santo Niño, y le informaran del sitio exacto donde se encontraba; sin
embargo los magos fueron avisados por medio de un ángel del Señor para que no
accedieran al deseo de Herodes y regresaron a sus lugares de origen por otros
caminos, dejando al sanguinario rey con la terrible duda respecto al posible
nacimiento del Hijo de Dios, esto es, al cumplimiento del Ministerio de la Encarnación.
Desde entonces, muchos hombres llevados por el espíritu del <padre de la mentira>, han querido demostrar que: aún no ha venido el Mesías a este mundo, que Cristo no es el Mesías, que Jesús es sólo un hombre o una especie de profeta, o algo parecido...
Recordemos a este respecto las
grandes herejías del gnosticismo, nestorianismo, monofisismo, monotelismo,
arrianismo, y muchas más que se han ido sucediendo a lo largo de los siglos
después de la primera venida de Jesucristo al mundo.
Recordemos por otra parte, que la
designación de Pedro como Cabeza de la Iglesia por Jesús, tuvo lugar en Cesarea
de Filipo, acto seguido de la profesión de fe de éste. Sucedió que al llegar
Jesús con sus discípulos a esta región de Galilea, se interesó por los
comentarios que hacían las gentes sobre él; les dijo (Mt 16,13): ¿Quién dice la
gente que es el Hijo del hombre? La respuesta de Pedro fue tajante (Mt 16,16):
Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.
El Papa San Juan Pablo II al
comienzo de su Pontificado en la Homilía del domingo 22 de Octubre de 1978 se
refería a los acontecimientos que hemos recordado, remarcando el hecho de que
esta profesión de Pedro daba lugar al comienzo de la misión de los Pontífices
en la historia de la salvación, en la historia del pueblo de Dios. Años más
tarde, en una entrevista con un periodista se expresaba en los siguientes
términos ante la pregunta: Jesús-Dios ¿No es una pretensión excesiva? (Cruzando
el umbral de la esperanza. Editado por Vittorio Messori. Círculo de lectores
1997):
“Desde que Pedro confesó: Tú eres el Mesías el Hijo de Dios vivo, Cristo está en el centro de la fe y de la vida de los cristianos, en el centro de su testimonio, que no pocas veces ha llegado hasta la efusión de sangre…
Se podría hablar de una
concentración cristológica del cristianismo, que se produjo ya desde el inicio.
Esto se refiere en primer lugar a la fe y se refiere a la tradición viva de la
Iglesia. Una expresión peculiar suya tanto en el culto Mariano cómo en la
mariología es que: Fue concebido del Espíritu Santo (Encarnación), nació de
María Virgen”
“Yo creo en Dios, Padre
Omnipotente, creador del cielo y la tierra; y en Jesucristo, Su único Hijo,
nuestro Señor, el cual fue concebido del Espíritu Santo, nació de María Virgen,
padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado,
descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos…”
Este llamado <Símbolo o Credo
Apostólico> sigue diciendo el Papa (Ibid):
“Es la expresión de la fe de
Pedro y de toda la Iglesia… Desde el siglo IV entrará en el uso catequético y
litúrgico el Símbolo o Credo <Niceno-Constantinopolitano>, que amplía su
enseñanza… En Nicea y Constantinopla se definió que Jesucristo es <Hijo
único del eterno Padre, engendrado y no creado, de su misma substancia, por
medio del cual todas las cosas han sido creadas>”
Por todo esto cabe preguntarse
con respecto a la Asunción de la Virgen María:
“¿Podría obrar de otra manera (el
Señor) con aquella de quién había tomado la naturaleza humana? ¿Podría permitir
Él, Dios y Señor, que se corrompiese el cuerpo de aquella cuya virginidad había
protegido Él tan celosa y admirablemente, conservándola siempre ilesa e
Inmaculada?”
Son palabras del Padre Fr. Justo
Pérez de Urgel, que deseamos asumir como
propias y por eso recordaremos también, la oración que el Papa san Juan Pablo
II decía un 15 de agosto de 1986 para saludar a la Virgen de la Asunción
durante el Ángelus, en su festividad:
Verdaderamente eres llena de
gracia, oh María; y por esta plenitud se ha desarrollado en Ti un mundo nuevo.
El del Emmanuel, el mundo del
Dios-con-los-hombres.
El mundo de la fe, que abraza la
realidad sobrenatural de Dios.
Esta realidad está en Ti. Dios
está en Ti, Virgen Madre: <Bendito el fruto de tu vientre> (Lc 1, 42).
Venimos para encontrarte en el
umbral de la casa de Isabel, que fuiste a visitar después de la Anunciación.
Y, a la vez, venimos para encontrarte en el umbral de este tiempo, abierto en el cielo, el tiempo que es Dios mismo: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Venimos para encontrarte, oh
María, en el día de tu Asunción.
Nosotros, la Iglesia de tu Hijo,
que escuchamos recogidos tus palabras.
Y pensamos (nos lo sugiere la
liturgia de la solemnidad de hoy) que las palabras por Ti pronunciadas durante
la Visitación de Isabel, han vuelto a tus labios en el momento de la Asunción.
¡Han vuelto las mismas palabras
pero, realmente, mucho más intensas por el <fruto> de toda tu vida!
Tú dices: <Mi alma engrandece
al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, porque ha mirado la humildad
de su sierva…Ha hecho en mí maravillas el Poderoso cuyo nombre es santo> (Lc
1, 46,48).
Sí, oh María, santo es el nombre
de Dios y el nombre tuyo alcanza en Él su santidad.
Y por eso todas las generaciones
te llamarán bienaventurada”
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