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viernes, 19 de octubre de 2018

LA IGLESIA DE CRISTO ES UNA


 
 
 
 
 


La Iglesia de Cristo es Una, Santa, Católica y Apostólica tal como nos enseña el Catecismo escrito en orden a la aplicación del Concilio Vaticano II (C.I.C nº 811 y nº 812):

“Esta es la única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica. Estos cuatro atributos, inseparablemente unidos entre sí, indican rasgos esenciales de la Iglesia y su misión.

La Iglesia no los tiene por ella misma; es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y Él es también quien llama a ejercitar cada una de estas cualidades”

“Sólo la fe puede reconocer que  la Iglesia posee estas propiedades por su origen divino. Pero sus manifestaciones históricas son signos que hablan también con claridad a la razón humana.

Recuerda el Concilio Vaticano I: <La Iglesia por sí misma es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefutable de su misión divina a causa de su admirable propagación, de su eximia santidad, de su inagotable fecundidad en toda clase de bienes, de su unidad universal y de su invicta estabilidad>”

En efecto, sucedió que después de la Pascua, probablemente hacia el año 31, Jesús eligió a doce hombres para que fueran sus Apóstoles (Colegio Sacro).



Cristo se apareció más tarde a uno de ellos, Pedro, tras su Pasión, Muerte y Resurrección y  le encargó el cuidado de su rebaño; San Pedro es el primer Vicario de Cristo, el primer Papa, aquel a quien el Señor dijo: <Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia>. 

El Nuevo Testamento nos recuerda también de forma especial a San Pablo, que aunque inicialmente había perseguido a los cristianos, tras su conversión, predicó la palabra de Cristo, como Apóstol de Éste que era, por derecho propio, y se convirtió en <lumbrera de todo el Orbe>, viajando por todo el mundo entonces conocido, fundando comunidades cristianas, allí por donde pasaba.


Y desde entonces, la Iglesia de Cristo, es un “Misterio”, tal como podemos leer en la Constitución Dogmática, del Concilio Vaticano II, <Lumen Gentium> (GL 3):

“La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en Misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo. Este comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado (Jn 19, 34)”

Sí, la Iglesia es <Misterio> y en sentido analógico <Sacramento>, es además, una comunidad que habla en todas las lenguas y une a todos los pueblos en un único pueblo, es la familia de Dios. Cristo desde la cruz atrae a todos los hombres hacia sí, para salvarlos; esto es un signo evidente de la intención del Nazareno de reunir a la comunidad de la Alianza, en cumplimiento pleno y perfecto del Antiguo Testamento.
 


El hecho de haber encomendado, a sus Apóstoles,  la misión de celebrar el memorial de su Pasión, Muerte y Resurrección, pone en evidencia que Jesús quería transmitir a toda la comunidad, en las personas de sus enviados, el mandato de ser historia, signo, e instrumento de la reunión escatológica iniciada por Él.

En palabras del Papa Benedicto XVI:

<En cierto sentido podemos decir que precisamente la Última Cena es el acto de fundación de la Iglesia, porque Cristo se da a sí mismo y crea una nueva comunidad. Una comunidad unida  con Él mismo>

La Iglesia fue instituida por Cristo con este fin, el cual, en su día profetizó  (Jn 12,32):

<Y yo, cuando fuera levantado de la tierra, a todos arrastraré hacia mí>.
 
 


Así es, una vez terminada su misión sobre la tierra, el Hijo Unigénito de Dios, Jesús, envió el Espíritu Santo sobre sus discípulos, reunidos en el Cenáculo, en torno a la Virgen, como él les había pedido; era el día de la celebración de la fiesta judía de Pentecostés, que conmemoraba la Alianza del Sinaí, en tiempos del Patriarca Moisés.

La llegada del Espíritu Santo, en forma de lenguas de fuego, debió ser espectacular y sobrecogedora, no sólo para los reunidos en el Cenáculo, sino también para los habitantes de todo Jerusalén, a causa de la gran cantidad de signos divinos que se produjeron en aquellos momentos extraordinarios de la historia de la Iglesia de Cristo. San Lucas narra en su libro de los <Hechos de los Apóstoles> que fueron muchos los hombres, que aquel mismo día, se convirtieron al cristianismo.

Por otra parte, como aseguraba el Papa San Juan Pablo II en su Audiencia General del miércoles 5 de diciembre de 1984:

“Con el acontecimiento de Pentecostés comenzó el tiempo de la Iglesia. Este tiempo de la Iglesia marca también el comienzo de la evangelización apostólica. El discurso de Simón Pedro es el primer acto de esta evangelización. Los Apóstoles había recibido de Cristo la misión de <ir a todo el mundo, enseñando a todas las naciones> (Mt 28, 19; Mc 16, 15)…


El anuncio del Evangelio, según el mandato del Redentor que retornaba al Padre (Jn 15, 28; 16, 10) está unido a la llamada al bautismo, en nombre de la Santísima Trinidad. Así pues, el día de Pentecostés, a la pregunta de quienes le escuchaban: ¿Qué hemos de hacer, hermanos?, Pedro responde: <Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo>

Ellos recibieron la gracia y se bautizaron, siendo incorporados a la Iglesia aquel día unas tres mil almas…

El nacimiento de la Iglesia coincide con el comienzo de la evangelización. Puede decirse que éste es simultáneamente el comienzo de la catequesis.

De ahora en adelante, cada uno de los discursos de Pedro es no sólo anuncio de la Buena Nueva sobre Jesucristo, y por tanto un acto de evangelización, sino también cumplimiento de una función instructiva, que prepara a recibir el bautismo; es la catequesis bautismal.

A su vez ese <perseverar en oír las enseñanzas de los Apóstoles> por parte de la primera comunidad de los bautizados constituye la expresión de la catequesis sistemática de la Iglesia en sus mismos comienzos.”

Unos años más tarde, el sucesor de Juan Pablo II en la Silla de Pedro, Benedicto XVI, en su Homilía del domingo 12 de junio de 2011 (Solemnidad de Pentecostés) nos recordaba que:

“Al rezar el <Credo> entramos en el misterio del primer Pentecostés: del desconcierto de Babel, de aquellas voces que resuenan una contra otra, y producen una transformación radical: la multiplicidad se hace unidad multiforme, por el poder unificador de la Verdad crece la comprensión.
 
 


En el <Credo>, que nos une desde todos los lugares de la Tierra, se forma la nueva comunidad de la Iglesia de Dios, que, mediante el Espíritu Santo, hace que nos comprendamos aún en la diversidad de las lenguas, a través de la fe, la esperanza y el amor”

Verdaderamente, <la Iglesia es <una> debido a su origen> (C.I.C  nº 813): 
 
 



“<El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas> (UR 2). La Iglesia es una debido a su Fundador: <Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios… restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo> (GS 78,3).

La Iglesia es una debido a su <alma>: <El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y gobierna  a toda la Iglesia, realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es Principio de la unidad de la Iglesia> (UR 2). Por tanto, pertenece a la esencia misma de la Iglesia ser una:

¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre  del universo, un solo Logos del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia (Clemente de Alejandría, paed, 1, 6, 42)” 

Sí, desde sus inicios la Iglesia de Cristo, se presentó con una <gran diversidad>,  que no era contraria a su <unidad>, tal como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 814):

“Desde el principio, esta Iglesia una se presenta, no obstante, con una gran diversidad que procede a la vez de la variedad de dones de Dios y de la multiplicidad de las personas que los reciben.

En la unidad del pueblo de Dios se reúnen los diferentes pueblos y culturas. Entre los miembros de la Iglesia existe una diversidad de dones, cargos, condiciones y modos de vida; <dentro de la comunión eclesial, existen legítimamente las Iglesias particulares con sus propias tradiciones> (LG 13).

La gran riqueza de esta diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia. No obstante, el pecado y el peso de sus consecuencias amenazan sin cesar el don de la unidad.

También el apóstol debe exhortar a <guardar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz>”

 


Esta última frase corresponde a la epístola que el apóstol San Pablo escribió a la Iglesia de Éfeso con ocasión de la aparición de ciertos hombres contrarios al Mensaje de Cristo que él les había enseñado unos años antes. San Pablo con esta Epístola respondió a los desvaríos de aquellas gentes, exponiendo de forma magistral todo lo referente a Cristo y su misterio, así como, la moral de la vida cristiana. Más concretamente, al referirse a los múltiples lazos de unidad cristiana les llega a decir (Ef 4, 1-6):

“Os ruego, pues, yo, el prisionero del Señor, que procedáis cual conviene a la vocación con que fuisteis llamados / con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, sufriéndoos los unos a los otros con caridad / mostrándoos solícitos por mantener la unidad del espíritu con el vínculo de la paz / Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como también fuisteis llamados con una misma esperanza de vuestra vocación / Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo / Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, que habita en todos”



Sí, San Pablo era mensajero del misterio de Cristo y ello se puso, una vez más, de manifiesto en la carta que escribió a los Colosenses con ocasión del peligro que amenazaba a aquellos cristianos también evangelizados por él años antes. Fueron seguramente los precursores del gnosticismo, los mismos que atacaron a la comunidad cristina de Éfeso, los que motivaron al Apóstol a escribir esta magnífica carta  en la que se da respuesta a la sugerente pregunta:   ¿Cuáles son los vínculos de la unidad?

La respuesta es (Col 3, 12-17):

“Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de benignidad, humildad, mansedumbre, longanimidad / sobrellevándoos los unos a los otros y perdonándoos recíprocamente siempre que alguno tuviere alguna querella contra otro. Como de su parte Cristo os perdonó a vosotros, así también vosotros / Y sobrellevaos todas estas cosas revestidos de la caridad, que es el vínculo de la perfección”  

 


Finalmente, recordemos que al principio de ésta  segunda parte de la Carta a los Colosenses, San Pablo habla de la <moral cristiana> y de la <vida nueva en Cristo> y llega a decir  (Col 3, 1-2):

“Así pues, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios / Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra”

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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