La Iglesia de Cristo es Una, Santa, Católica y Apostólica tal como nos enseña el Catecismo escrito en orden a la aplicación del Concilio Vaticano II (C.I.C nº 811 y nº 812):
“Esta es la única Iglesia de
Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y
apostólica. Estos cuatro atributos, inseparablemente unidos entre sí, indican
rasgos esenciales de la Iglesia y su misión.
La Iglesia no los tiene por ella
misma; es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una,
santa, católica y apostólica, y Él es también quien llama a ejercitar cada una
de estas cualidades”
“Sólo la fe puede reconocer
que la Iglesia posee estas propiedades
por su origen divino. Pero sus manifestaciones históricas son signos que hablan
también con claridad a la razón humana.
Recuerda el Concilio Vaticano I:
<La Iglesia por sí misma es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un
testimonio irrefutable de su misión divina a causa de su admirable propagación,
de su eximia santidad, de su inagotable fecundidad en toda clase de bienes, de
su unidad universal y de su invicta estabilidad>”
En efecto, sucedió que después de
la Pascua, probablemente hacia el año 31, Jesús eligió a doce hombres para que
fueran sus Apóstoles (Colegio Sacro).
Cristo se apareció más tarde a uno de ellos, Pedro, tras su Pasión, Muerte y Resurrección y le encargó el cuidado de su rebaño; San Pedro es el primer Vicario de Cristo, el primer Papa, aquel a quien el Señor dijo: <Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia>.
Cristo se apareció más tarde a uno de ellos, Pedro, tras su Pasión, Muerte y Resurrección y le encargó el cuidado de su rebaño; San Pedro es el primer Vicario de Cristo, el primer Papa, aquel a quien el Señor dijo: <Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia>.
El Nuevo Testamento nos recuerda
también de forma especial a San Pablo, que aunque inicialmente había perseguido
a los cristianos, tras su conversión, predicó la palabra de Cristo, como
Apóstol de Éste que era, por derecho propio, y se convirtió en <lumbrera de
todo el Orbe>, viajando por todo el mundo entonces conocido, fundando
comunidades cristianas, allí por donde pasaba.
Y desde entonces, la Iglesia de Cristo, es un “Misterio”, tal como podemos leer en la Constitución Dogmática, del Concilio Vaticano II, <Lumen Gentium> (GL 3):
“La Iglesia o reino de Cristo,
presente actualmente en Misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el
mundo. Este comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y en el agua
que manaron del costado abierto de Cristo crucificado (Jn 19, 34)”
Sí, la Iglesia es
<Misterio> y en sentido analógico <Sacramento>, es además, una comunidad
que habla en todas las lenguas y une a todos los pueblos en un único pueblo, es
la familia de Dios. Cristo desde la cruz atrae a todos los hombres hacia sí,
para salvarlos; esto es un signo evidente de la intención del Nazareno de
reunir a la comunidad de la Alianza, en cumplimiento pleno y perfecto del
Antiguo Testamento.
El hecho de haber encomendado, a sus Apóstoles, la misión de celebrar el memorial de su Pasión, Muerte y Resurrección, pone en evidencia que Jesús quería transmitir a toda la comunidad, en las personas de sus enviados, el mandato de ser historia, signo, e instrumento de la reunión escatológica iniciada por Él.
En palabras del Papa Benedicto
XVI:
<En cierto sentido podemos
decir que precisamente la Última Cena es el acto de fundación de la Iglesia,
porque Cristo se da a sí mismo y crea una nueva comunidad. Una comunidad unida con Él mismo>
La Iglesia fue instituida por
Cristo con este fin, el cual, en su día profetizó (Jn 12,32):
<Y yo, cuando fuera levantado
de la tierra, a todos arrastraré hacia mí>.
Así es, una vez terminada su misión sobre la tierra, el Hijo Unigénito de Dios, Jesús, envió el Espíritu Santo sobre sus discípulos, reunidos en el Cenáculo, en torno a la Virgen, como él les había pedido; era el día de la celebración de la fiesta judía de Pentecostés, que conmemoraba la Alianza del Sinaí, en tiempos del Patriarca Moisés.
La llegada del Espíritu Santo, en
forma de lenguas de fuego, debió ser espectacular y sobrecogedora, no sólo para
los reunidos en el Cenáculo, sino también para los habitantes de todo
Jerusalén, a causa de la gran cantidad de signos divinos que se produjeron en
aquellos momentos extraordinarios de la historia de la Iglesia de Cristo. San
Lucas narra en su libro de los <Hechos de los Apóstoles> que fueron
muchos los hombres, que aquel mismo día, se convirtieron al cristianismo.
Por otra parte, como aseguraba el
Papa San Juan Pablo II en su Audiencia General del miércoles 5 de diciembre de
1984:
“Con el acontecimiento de
Pentecostés comenzó el tiempo de la Iglesia. Este tiempo de la Iglesia marca
también el comienzo de la evangelización apostólica. El discurso de Simón Pedro
es el primer acto de esta evangelización. Los Apóstoles había recibido de
Cristo la misión de <ir a todo el mundo, enseñando a todas las naciones>
(Mt 28, 19; Mc 16, 15)…
El anuncio del Evangelio, según el mandato del Redentor que retornaba al Padre (Jn 15, 28; 16, 10) está unido a la llamada al bautismo, en nombre de la Santísima Trinidad. Así pues, el día de Pentecostés, a la pregunta de quienes le escuchaban: ¿Qué hemos de hacer, hermanos?, Pedro responde: <Arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo>
Ellos recibieron la gracia y se
bautizaron, siendo incorporados a la Iglesia aquel día unas tres mil almas…
El nacimiento de la Iglesia
coincide con el comienzo de la evangelización. Puede decirse que éste es
simultáneamente el comienzo de la catequesis.
De ahora en adelante, cada uno de
los discursos de Pedro es no sólo anuncio de la Buena Nueva sobre Jesucristo, y
por tanto un acto de evangelización, sino también cumplimiento de una función
instructiva, que prepara a recibir el bautismo; es la catequesis bautismal.
A su vez ese <perseverar en
oír las enseñanzas de los Apóstoles> por parte de la primera comunidad de
los bautizados constituye la expresión de la catequesis sistemática de la
Iglesia en sus mismos comienzos.”
Unos años más tarde, el sucesor
de Juan Pablo II en la Silla de Pedro, Benedicto XVI, en su Homilía del domingo
12 de junio de 2011 (Solemnidad de Pentecostés) nos recordaba que:
“Al rezar el <Credo>
entramos en el misterio del primer Pentecostés: del desconcierto de Babel, de
aquellas voces que resuenan una contra otra, y producen una transformación
radical: la multiplicidad se hace unidad multiforme, por el poder unificador de
la Verdad crece la comprensión.
En el <Credo>, que nos une desde todos los lugares de la Tierra, se forma la nueva comunidad de la Iglesia de Dios, que, mediante el Espíritu Santo, hace que nos comprendamos aún en la diversidad de las lenguas, a través de la fe, la esperanza y el amor”
Verdaderamente, <la Iglesia es
<una> debido a su origen> (C.I.C nº 813):
“<El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas> (UR 2). La Iglesia es una debido a su Fundador: <Pues el mismo Hijo encarnado, Príncipe de la paz, por su cruz reconcilió a todos los hombres con Dios… restituyendo la unidad de todos en un solo pueblo y en un solo cuerpo> (GS 78,3).
La Iglesia es una debido a su
<alma>: <El Espíritu Santo que habita en los creyentes y llena y
gobierna a toda la Iglesia, realiza esa
admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan íntimamente que es
Principio de la unidad de la Iglesia> (UR 2). Por tanto, pertenece a la
esencia misma de la Iglesia ser una:
¡Qué sorprendente misterio! Hay
un solo Padre del universo, un solo Logos
del universo y también un solo Espíritu Santo, idéntico en todas partes; hay
también una sola virgen hecha madre, y me gusta llamarla Iglesia (Clemente de
Alejandría, paed, 1, 6, 42)”
Sí, desde sus inicios la Iglesia
de Cristo, se presentó con una <gran diversidad>, que no era contraria a su <unidad>, tal
como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 814):
“Desde el principio, esta Iglesia
una se presenta, no obstante, con una gran diversidad que procede a la vez de
la variedad de dones de Dios y de la multiplicidad de las personas que los
reciben.
En la unidad del pueblo de Dios
se reúnen los diferentes pueblos y culturas. Entre los miembros de la Iglesia
existe una diversidad de dones, cargos, condiciones y modos de vida; <dentro
de la comunión eclesial, existen legítimamente las Iglesias particulares con
sus propias tradiciones> (LG 13).
La gran riqueza de esta
diversidad no se opone a la unidad de la Iglesia. No obstante, el pecado y el
peso de sus consecuencias amenazan sin cesar el don de la unidad.
También el apóstol debe exhortar
a <guardar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz>”
Esta última frase corresponde a
la epístola que el apóstol San Pablo escribió a la Iglesia de Éfeso con ocasión
de la aparición de ciertos hombres contrarios al Mensaje de Cristo que él les
había enseñado unos años antes. San Pablo con esta Epístola respondió a los
desvaríos de aquellas gentes, exponiendo de forma magistral todo lo referente a
Cristo y su misterio, así como, la moral de la vida cristiana. Más
concretamente, al referirse a los múltiples lazos de unidad cristiana les llega
a decir (Ef 4, 1-6):
“Os ruego, pues, yo, el
prisionero del Señor, que procedáis cual conviene a la vocación con que
fuisteis llamados / con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad,
sufriéndoos los unos a los otros con caridad / mostrándoos solícitos por
mantener la unidad del espíritu con el vínculo de la paz / Un solo cuerpo y un
solo Espíritu, como también fuisteis llamados con una misma esperanza de
vuestra vocación / Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo / Un solo Dios
y Padre de todos, que está sobre todos, que habita en todos”
Sí, San Pablo era mensajero del misterio de Cristo y ello se puso, una vez más, de manifiesto en la carta que escribió a los Colosenses con ocasión del peligro que amenazaba a aquellos cristianos también evangelizados por él años antes. Fueron seguramente los precursores del gnosticismo, los mismos que atacaron a la comunidad cristina de Éfeso, los que motivaron al Apóstol a escribir esta magnífica carta en la que se da respuesta a la sugerente pregunta: ¿Cuáles son los vínculos de la unidad?
La respuesta es (Col 3, 12-17):
“Revestíos, pues, como elegidos
de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de benignidad, humildad,
mansedumbre, longanimidad / sobrellevándoos los unos a los otros y perdonándoos
recíprocamente siempre que alguno tuviere alguna querella contra otro. Como de
su parte Cristo os perdonó a vosotros, así también vosotros / Y sobrellevaos
todas estas cosas revestidos de la caridad, que es el vínculo de la perfección”
Finalmente, recordemos que al
principio de ésta segunda parte de la
Carta a los Colosenses, San Pablo habla de la <moral cristiana> y de la
<vida nueva en Cristo> y llega a decir (Col 3, 1-2):
“Así pues, ya que habéis resucitado
con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha
de Dios / Pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra”
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